Para cualquier gobernante uruguayo con dos
dedos de frente, China es un destino ineludible. Como lo fue, en su momento, la
romántica Francia, o, por inercia, el Imperio del Norte. Perderse en aquella
inmensidad, recorrer sus grandes avenidas, elevar la vista tratando de alcanzar
la cúspide de sus rascacielos interminables, constituye -antes que nada- una
obligación estratégica. Igual que hablar lo estrictamente necesario, ceñirse a
los dictados del protocolo, y, si fuera posible, pasar desapercibido. Los
chinos cultivan la discreción y el bajo perfil, cualidades milenarias que,
obviamente, nuestro presidente ignora. O, lo que es peor: no le importan.
Siguiendo
la estela de sus antecesores, viajó hasta allí con la intención de que sus
anfitriones descubran las virtudes del asado uruguayo e inviertan sus morlacos
en nuestro paisito, poblado de “atorrantes” y cultores de la siesta. ¿Sus
armas? Las de siempre: frases hechas, salidas rocambolescas, palmoteos
innecesarios, bromas inasibles… (¡Pobres
traductores!)
Uruguay
“precisa mucho” de China, dijo, con tono de sabio que acaba de descubrir la
vacuna contra el subdesarrollo. “Tenemos una oportunidad histórica y queremos
ser aliados de China”, deslizó aspirando las “S”, como suele hacer en sus
audiciones de M24 y en los actos oficiales. ¿Y Argentina? ¿Y Brasil? ¿Y el
Mercosur? ¿Pidió permiso o se cortó solo? Vaya uno a saber… Sea como fuere, la
conclusión es bastante obvia: el mundo no termina a la vuelta de la esquina,
como sus socios marxistas-ruralistas pregonan a los cuatro vientos. El barrio
es demasiado chico para vivir encerrados, incluso para un país de dimensiones
minúsculas como el nuestro. ¡El problema es que le llevó tres años y pico darse
cuenta!
Ahora
bien, ya que anda por aquellas tierras, sería bueno que convirtiera su modesto
viaje de negocios en una salida didáctica. Como las que hacen las maestras con
sus alumnos, yendo de excursión al LATU o al Planetario, con el propósito de
descubrir los misterios de la Física o algún astro que pende del infinito cual
chirimbolo navideño. Una especie de curso acelerado de modernidad y
pragmatismo, para un hombre varado en el pasado y la inacción. De hecho, si ésa
fuera su intención, no tendría que hacer ningún esfuerzo extraordinario.
Bastaría con que saliera a la calle y preguntara, ¿cómo hicieron para tirar el
maoísmo por la ventana y abrir las puertas al capitalismo? ¿Cómo lograron dejar
de ser “el país del no se puede” para convertirse en “el país del no me
alcanza”? ¿Cómo pudieron transformar una utopía inerte y sin futuro en una
realidad contante y sonante?
Si
pregunta, seguro le hablarán de Deng Xiao Ping y de su revolución dentro de la
revolución. Del volantazo que pegó a fines de los setenta, casi al mismo tiempo
que otra dictadura, pero de derecha, hacía lo propio en Chile. Y, sobre todo,
de los resultados que obtuvieron a partir de la puesta en práctica de ese
experimento que Deng, el Giulio Andreotti de Oriente, bautizó, irónicamente,
como “Socialismo de Mercado”; y que, del otro lado del Pacifico, los progres
denominaron despectivamente “Neoliberalismo”.
Fracasada
la experiencia socialista en ambos países, abrieron sus economías de la peor
forma posible: a prepo. Privatizaron todo lo que pudieron. Derribaron
monopolios a martillazos. Tejieron acuerdos comerciales con grandes y chicos,
como quien sale a pescar con el trasmallo. Abrazaron el libre mercado con alma
y vida. Es más, hasta modificaron su Constitución con una intención muy
distinta a la que reveló hace poco nuestra Rosa Luxemburgo y su grupo político.
Ellos no quieren “priorizar la vida por sobre la propiedad”, como pretende nuestra
primera dama, sino establecer que “la propiedad privada y legítima de los
ciudadanos es inviolable”, y que “el Estado, de conformidad con las leyes
vigentes, debe proteger los derechos de propiedad privada de los ciudadanos,
como también los de su herencia”.
A ver:
es obvio que la China comunista de hoy es un capitalismo de Estado, un régimen
autoritario cuyo principal objetivo económico es estimular el consumismo y
mejorar la competitividad a cualquier precio, que no admite reclamos salariales
y puede despedir sin inconveniente a millones de funcionarios públicos y cerrar
empresas ineficientes sin reparar en costos de ningún tipo.
Naturalmente,
éste no es el camino más aconsejable al desarrollo. Una dictadura, en la que se
puede hacer negocios sin inconveniente, pero las personas son vistas como una
variable económica y no como seres humanos dotados de derechos inalienables, no
es mi ideal político. Ni el mío ni el de ningún liberal de verdad.
Si es preciso que el Pepe viaje al otro
extremo del mundo para entender que no hay dictaduras buenas y dictaduras
malas, que nada justifica que una sociedad se desarrolle a la sombra de una
bota, y que, en materia económica, no importa de qué color es el gato sino que
cace ratones, deberíamos mandar todos los años dos o tres barcos repletos de
uruguayos a darse un baño de realidad en aquellas aguas.
No se
me ocurre una inversión más rentable que esa.
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