La decadencia de una sociedad comienza por el
bastardeo de su idioma. Cuando sus habitantes no sienten el más mínimo respeto
por las reglas que rigen la ortografía y la sintaxis de su lengua, cuando
hablan como se les canta y su vocabulario se reduce a un puñado de palabras mal
empleadas y un sinnúmero de onomatopeyas sin contenido, la comunicación se
envilece, el diálogo se dificulta y la comunicación se vuelve virtualmente
imposible.
Sin
comunicación no hay entendimiento y sin entendimiento la convivencia
democrática se resquebraja. De ahí a la anarquía hay tan solo un paso.
Si se
piensa como se habla y se habla como se piensa, estamos en serios problemas.
En un
país culturalmente “tinellizado” como el nuestro, transformado desde hace
décadas en una colonia televisiva de la Argentina, donde se replican con
fruición toda clase de inmundicias propias de la vecina orilla, no es de
extrañar que el humor se construya sobre la base de la descalificación del
otro, los buenos ejemplos (trabajar, estudiar, esforzarse) pierdan valor en
favor de modelos de conducta incompatibles con la vida civilizada y, en
consonancia, los jóvenes (y los no tanto) se expresen del modo en el que lo
hacen.
Lo que
sí llama la atención es que las autoridades contribuyan a este progresivo y
fatal empobrecimiento de nuestra lengua, y, lo sepan o no, de la concordia
entre los uruguayos. El vocabulario que a menudo emplean algunos de nuestros
gobernantes, como el mismísimo presidente de la República o una diputada
oficialista, responsable en su momento del Ministerio del Interior, no sólo es
indigno en personas de tan alta jerarquía como ellos, sino que además
constituye un pésimo ejemplo para las nuevas generaciones.
Cuando
el presidente, sin ir más lejos, tilda a un periodista de “nabo”, se refiere a
un líder de la oposición como “pichón de Hereford sin guampas”, a otro como
“perro faldero”, a una mandataria extranjera de “vieja terca” y a su difunto
esposo de “tuerto” y “baboso”, a su compañera de partido como “gorda simpática”
pasada de copas, y manifiesta –como lo hizo en una entrevista televisiva- que hay que “avivar a los gurises”,
diciéndoles “no seas gil nabo de mierda, (porque) vas a terminar como una rata
de cárcel” y, para colmo, termina su reflexión señalando que “hay que decirlo
así, en un lenguaje bien duro”, para que entiendan, habilita a que nos
preguntemos, ¿si cree realmente que hablar así es “hablar claro” o lo hace para
llamar la atención de una manera burda y efectista?
Si cree
lo primero, nos da por desahuciados y renuncia a su labor docente (toda figura
pública lo es o debería serlo). Y si busca lo segundo, contradice lo que señaló
el 1º de marzo de 2010 ante la Asamblea General: “Los gobernantes deberíamos
ser obligados todas las mañanas a llenar planas, como en la escuela,
escribiendo cien veces: «Debo ocuparme de la educación»”. Yo le agregaría, si
me permite el señor presidente, que deberían escribir todas las mañanas cien
veces o más: “DEBO DAR EL EJEMPLO”.
Quizás
con eso no alcance, pero sería sin duda una gran contribución a la educación y
cultura de los uruguayos. Además de una tranquilidad para las abnegadas
maestras que día a día se empeñan en enseñarle a sus alumnos a emplear
correctamente nuestro hermoso y sufrido idioma.
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