José Batlle y Ordóñez |
Por
Gustavo Toledo
Salvo
cuando volvemos a él con el propósito de emplear algún lejano y confuso episodio como
arma arrojadiza, o pretendemos cobrarnos alguna deuda chica, o buscamos
infructuosamente lavar viejas culpas, o repartir otras nuevas, pasamos por alto
esa fantástica cantera de respuestas que es nuestro lejano y agitado siglo XIX.
El problema está en que las preguntas que nos formulamos sobre nuestro pasado son
siempre las mismas, y en vez de buscar respuestas donde debemos hacerlo, las
construimos. A medida y a gusto del consumidor. Así, quizás sin darnos cuenta,
condenamos al olvido hechos y personajes extraordinarios, imprescindibles para
reconstruir ese complejo puzzle que es nuestra historia nacional. Uno de
ellos, cuya gravitación intelectual excede su cortísima vida, y sin el cual es
imposible entender el pensamiento de José Batlle y Ordóñez, aún espera ser descubierto. Su nombre: Prudencio
Vázquez y Vega.
Hace algo más de medio siglo, el
profesor Arturo Ardo dio cuenta en su magnífico libro “Batlle y Ordóñez y el
positivismo filosófico” -así como también en “Espiritualismo y Positivismo en
el Uruguay”, otra obra maestra- la influencia que ejerció sobre el joven e
inquieto Pepe, este hombre apenas un año mayor que él, nacido en el Avestruz,
departamento de Cerro largo, el 18 de abril de 1855.
Luego de cursar Primaria, se trasladó a
Montevideo, donde ingresó a la Facultad de Derecho. Allí inició sus estudios de
Filosofía, vinculándose al racionalismo espiritualista, corriente de la que se
convirtió, poco después, como bien recuerda Sergio Pittaluga Stewart en el
prólogo del volumen 93 de la “Colección de Clásicos Uruguayos”, dedicado a
rescatar algunos de sus artículos filosóficos más valiosos, “en su figura más
representativa por la vehemencia y apasionamiento con que combatió al
Positivismo”, y, según él, por una “rara
coherencia”, sólo comparable con la que tiempo después exhibiría el maestro Carlos
Vaz Ferreira.
Para Alberto Zum Felde, autor de
“Proceso Intelectual del Uruguay”, Vázquez y Vega fue uno de “los sostenedores
más fuertes del idealismo filosófico y literario, ante el avance de las
doctrinas positivistas y realistas que llegaban de Europa”. Asimismo, subraya
que “era un racionalista-espiritualista, creyente en la existencia de Dios y
del Alma, pero en pugna, por un lado, con el dogmatismo teológico de la Iglesia
y por otro, con el de las nuevas escuelas materialistas”.
Para Ardao, fue el personaje que más se
acercó en el siglo XIX “al tipo del filósofo puro”. Era un hombre “ardiente y
austero, moralista intransigente y doctrinario fanático, (que) hizo de la ética
del deber una religión que practicó y predicó con fervor de apostolado,
empleándola como un arma contra el militarismo y contra la iglesia”.
La filosofía de Vázquez y Vega
–contrapuesta, como se ve, a toda forma de autoritarismo- se inspiró en la de
Karl Christian Friedrich Krause que, a su vez, prolonga la esbozada por
Immanuel Kant. Es lógico: el “racionalismo armónico” -tal como Krause llamó a
su sistema filosófico- constituye una respuesta a los dogmatismos de su tiempo,
que “buscaba modificar el derecho civil en sus aspectos más crudamente
individualistas y construir una sociedad donde se mantuvieran los principios
del derecho natural, de la individualidad y de la libertad, y en la que la distribución
de la riqueza fuera más justa” (“Batlle. El Estado de Bienestar en el Río de la
Plata”, Miguel J. Pujol, 1996, p.29).
Armado de ese espiritualismo de base
krausista, matizado con sus propias ideas y reflexiones, Vázquez y Vega se
convirtió en uno de los agitadores intelectuales más destacados y combativos de
su época, convirtiendo en trincheras todos los cenáculos a los que tuvo acceso:
el Club Universitario, el Club Fraternidad, el Club Literario Platense, el Club
Joven América, la Sociedad Filo-Histórica y la Sociedad de Estudios
Preparatorios.
En setiembre de 1877, al constituirse
el Ateneo, suscribió sus bases como delegado de la Sociedad Filo-Histórica y el
Club Literario Platense. “Desde allí se propuso orientar la conducta de un
importante núcleo de hombres de su generación”, subraya Pittaluga Stewart. Y
así lo hizo. Uno de esos hombres, que se transformó en su discípulo y en uno de
sus amigos más cercanos, era un joven veinteañero enamorado de la Filosofía y
de la Astronomía, un tanto bohemio, de apellido ilustre: José Batlle y Ordóñez.
Desde 1878, Vázquez y Vega tenía a su
cargo el Aula de Filosofía del Ateneo. En 1879, se creó –por iniciativa suya-
la sección Filosófica de esa institución, de la que fue su primer presidente, y
Batlle y Ordóñez su primer vice-presidente. A mediados de 1881, egresó de la
Facultad de Derecho, doctorándose con la tesis: “Una cuestión de moral
política”, tema que constituyó el cimiento de su actitud contraria a toda
colaboración con gobiernos que, como el
de Francisco A. Vidal, no provinieran de elecciones libres.
“Caudillo de conductas” –tal como lo
define Pittaluga Stewart- fue, por excelencia, “un hombre de acción”. En consecuencia, prestó su pluma al diario
“La Razón”, opositor al gobierno de Latorre, donde compartió su redacción con
Daniel Muñoz y Anacleto Dufort y Álvarez, y a la revista “El Espíritu Nuevo”,
de corta pero sonora existencia, fundada entre otros por Batlle y Ordóñez .
En enero de 1883, enfermo de
tuberculosis, se trasladó a la ciudad de Minas, confiado en
las virtudes sanadoras del aire serrano.
Hasta allí se dirigieron varios de sus
amigos: Pepe, Isabelino Bosch, José G. Busto, quienes permanecieron junto a él hasta su muerte, el 7 de febrero de ese año.
Sus restos fueron trasladados a
Montevideo, para ser sepultados en un panteón adquirido por sus amigos y
seguidores. Teófilo Gil pronunció un encendido discurso de despedida, que era, al mismo tiempo, una declaración: “No nos caben más que dos caminos a los ciudadanos independientes:
abstención absoluta o la revolución armada. La juventud, señores, recogerá,
mejor dicho, ha recogido ya esta doctrina como el testamento político del
doctor Vázquez y Vega y ella sabrá cumplirlo”.
Así fue. En 1886, buena parte de esos
jóvenes idealistas que se congregaron en torno a él, junto a un puñado de
ilustres veteranos, como los generales Lorenzo Batlle y Enrique Castro, se
enfrentaron a las fuerzas del santismo. De la revolución participaron Teófilo
Gil, Batlle y Ordóñez, Juan Campisteguy, entre otras muchas figuras que con el paso de los años gravitarían en nuestra escena nacional. Teófilo Gil murió el 31 de marzo en las
cuchillas del Quebracho, cumpliendo con lo que tres años antes había proclamado.
Batlle y Ordoñez fue tomado prisionero y luego liberado. Su lucha, sin embargo,
no terminó ahí; continuó por otros medios. La filosofía cedió paso al
periodismo y a la política. Las enseñanzas del maestro, ya se habían hecho
carne.
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