En su reciente y fugaz visita
a nuestro país, el ex juez español Baltasar Garzón dijo que Uruguay había
ratificado en 1945 los acuerdos internacionales que crearon el Tribunal de
Nuremberg y, con él, las normas que definen y castigan los crímenes de lesa humanidad.
La misma afirmación está contenida en la discordia del ministro de la Suprema
Corte de Justicia, Dr. Pérez Manrique, a la primera sentencia de dicho órgano
que declaró inconstitucionales varias disposiciones de la Ley 18.831, llamada
interpretativa de la Ley de Caducidad.
Y bien: la afirmación referida es errónea.
Uruguay no ratificó el Acuerdo de Londres de 8 de agosto de 1945. Y agrego:
tampoco hubiera podido hacerlo.
En el Uruguay, la aprobación de tratados
internacionales es competencia de la Asamblea General. Así es hoy, cuando rige
la Constitución de 1966, y así era también en 1945, cuando regía la
Constitución de 1942. El Poder Ejecutivo sólo puede ratificar un tratado
internacional, si cuenta para ello con la autorización del Parlamento.
El Decreto del Poder Ejecutivo de fecha 12 de
noviembre de 1945, que declaró la“adhesión” del Uruguay al Acuerdo de Londres
“que creó un Tribunal Militar Internacional para el enjuiciamiento y castigo de
los principales criminales de guerra del Eje europeo”, no tenía el respaldo de
una ley que aprobase dicho Acuerdo. Por eso los Considerandos del Decreto hacen
referencia a declaraciones políticas de las Naciones Unidas, entonces en
ciernes, así como de las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial,
pero no invocan una ley nacional que aprobara el Acuerdo, porque no la hubo.
Obviamente consciente de tal carencia jurídica,
el Poder Ejecutivo de la época, presidido por ese distinguido jurista y
profesor de la Facultad de Derecho que fue el Dr. Juan José de Amézaga, no
empleó el término “ratificación” para designar el acto cuya realización cometió
al embajador uruguayo en Londres. Para ratificar un tratado internacional, era
necesaria la previa “aprobación del Poder Legislativo” (Constitución de 1942,
artículo 157, numeral 21), y tanto el presidente Amézaga como su canciller, el
Dr. Eduardo Rodríguez Larreta, sabían perfectamente que no la tenían. Por ello,
supongo yo, instruyeron al embajador para que trasmitiera al gobierno británico
la “adhesión” del Uruguay al Acuerdo de Londres. El término “adhesión” figuraba
en el Acuerdo de Londres (artículo 5), pero no en la Constitución uruguaya. La
adhesión, sin respaldo legal como queda dicho, valía así como un gesto político
hacia las potencias vencedoras, pero no tenía efectos en el orden jurídico
interno. Uruguay, claramente alineado con las democracias en la lucha contra el
nazifascismo (nuestro país había declarado la guerra a Alemania y a Japón en
febrero de ese mismo año de 1945), quiso demostrar su repudio a las atrocidades
cometidas por los nazis, que recién empezaban a ser conocidas en su aterradora
dimensión; sin embargo, no dio aprobación parlamentaria al acuerdo que creaba
el Tribunal Militar Internacional. ¿Por qué?
El Acuerdo de Londres tenía como anexo una
Carta, que se declaraba parte integrante del Acuerdo a todos los efectos y que
era lo que después se conoció como el Estatuto de Nuremberg. La Carta, referida
exclusivamente a los crímenes cometidos durante la guerra europea que acababa
de finalizar, creaba el Tribunal Internacional, regulaba su integración,
funcionamiento y competencias, establecía los crímenes que el Tribunal habría
de juzgar (crímenes contra la paz, crímenes de guerra, crímenes de lesa
humanidad) y establecía asimismo las penas para esos crímenes: en su artículo
27, la Carta disponía que el Tribunal podría aplicar la pena de muerte u otras
penas menores.
Ahí está, a mi juicio, la razón por la que el
gobierno uruguayo prescindió de la aprobación parlamentaria del Acuerdo de
Londres y su anexo, el Estatuto de Nuremberg. En Uruguay, la pena de muerte
está constitucionalmente prohibida desde la vigencia de la Constitución de
1918. En 1945, por lo tanto, el Parlamento no hubiese podido aprobar un tratado
internacional que admitiera ese castigo; ni siquiera, para los criminales
nazis, porque el texto constitucional es claro y tajante y no admite distinción
alguna (“a nadie se le aplicará la pena de muerte”).
Queda demostrado pues que Uruguay no ratificó,
ni pudo ratificar, el Acuerdo de Londres de 1945 y el Estatuto de Nuremberg que
era su anexo. Las declaraciones políticas valen como tales, pero no sustituyen
los órganos ni los procedimientos establecidos en la Constitución para
incorporar, al derecho interno uruguayo, las normas del derecho internacional.
En materia penal, en particular, no puede admitirse que se creen delitos por
decreto del Poder Ejecutivo, ni aunque ese decreto se dicte en “adhesión” a un
tratado internacional. Los crímenes establecidos por el Estatuto de Nuremberg
no se incorporaron pues al derecho positivo uruguayo en 1945, sino más de medio
siglo después (Ley 17.347 de 13 de junio de 2001, que aprobó la Convención
sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad; Ley
17.510, de 27 de junio de 2002, que aprobó el Estatuto de Roma de la Corte
Penal Internacional; Ley 18.026, de 25 de setiembre de 2006, que tipificó los
Crímenes de Lesa Humanidad, etc.).
(*) Abogado. Senador de la República (Vamos Uruguay – Partido Colorado)
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