El SEMANARIO RECONQUISTA es el órgano de prensa de la Agrupación Reconquista del Partido Colorado, fundado por Honorio Barrios Tassano y Carlos Flores. Director Prof. Gustavo Toledo.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Mis palabras en el homenaje a Enrique Tarigo en el Senado


Por Ope Pasquet (*)

SEÑOR PASQUET.- Señor Presidente, señores Senadores, hijos, nietos y otros familiares del doctor Enrique Tarigo que se encuentran hoy presentes aquí: hemos promovido la celebración de este homenaje a la memoria del doctor Enrique Tarigo, de cuyo fallecimiento se cumplirán diez años este viernes 14 de diciembre.

El Senado de la República ha resuelto rendir homenaje a la memoria de quien fue Vicepresidente de la República y, por lo tanto, Presidente de este Cuerpo y de la Asamblea General durante el quinquenio 1985-1990. Pero antes de haber ocupado tan altos cargos, el doctor Tarigo fue un paladín en la lucha por el restablecimiento de la democracia y de los derechos humanos en el Uruguay, y es ante todo por esa lucha librada desde el llano contra la dictadura que lo recordamos hoy. Su nombre quedará por siempre asociado al histórico plebiscito de 1980, en el que la ciudadanía abrió el camino hacia la libertad al rechazar el proyecto constitucional mediante el cual el régimen de facto había querido legitimarse y perpetuarse en el poder. La campaña por el “NO” fue, sin duda, la hora más gloriosa del doctor Tarigo, como bien lo dijo aquí, con motivo de su fallecimiento, el ex–Senador Carlos Julio Pereyra. A esa campaña y a lo que hizo Tarigo en esa ocasión ciertamente habremos de referirnos más adelante, pero antes de llegar a ese punto queremos mencionar otros temas.

Enrique Tarigo había nacido el 15 de setiembre de 1927. Si una generación es, como decía Ortega y Gasset, “una zona de fechas” de unos 15 años de extensión que deben computarse en dos períodos iguales en torno a una fecha elegida como punto de referencia, y si tomamos  como  tal punto de referencia  para nuestro cálculo el año de 1930, año del centenario de la primera Constitución nacional, que ya da su nombre a una generación de hombres de letras, podemos decir que Enrique Tarigo formó parte de una generación de destacados abogados y juristas que nacieron alrededor de ese año. Integraron el mismo grupo etario, entre otros, Héctor Giorgi, nacido en 1924; José Claudio Williman, nacido en 1925; Héctor Gros Espiell y Helios Sarthou, nacidos ambos en 1926; Daniel Hugo Martins, nacido en 1927; Ofelia Grezzi y Luis Torello, nacidos en 1928; Horacio Cassinelli Muñoz, nacido en 1932, y Didier Opertti y Leonardo Guzmán, ambos nacidos en 1937.

Los nombrados y muchos otros profesionales del Derecho que compartieron con ellos esa “zona de fechas” de nacimiento, estudiaron en la Facultad de Derecho y en su mayoría se graduaron allí entre los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Fueron, aquellos, años felices en la historia del Uruguay; con altibajos, naturalmente, como los hay siempre en la vida de las personas y de las sociedades, pero en la visión de conjunto y en la memoria colectiva, años felices. Tenía vigencia popular entonces la frase  “Como el Uruguay no hay”, acuñada a fines de los años cuarenta. 

La economía era próspera; entre 1945 y 1955 el Uruguay disfrutó de lo que se llamó el “decenio glorioso”.


La sociedad era abierta, integradora, con profunda sensibilidad social; en el año 1946 había sancionado la Ley de Derechos Civiles de la Mujer, y en el año 1943, el Estatuto del Trabajador Rural y la Ley de Consejo de Salarios. Era una sociedad que vivía políticamente en tiempos de democracia plena, orgullosa de sí misma, que en 1952 había sancionado una Constitución que tuvo la particularidad –no desdeñable, por cierto– de ser la única del Siglo XX que empezó a regir por procedimientos limpiamente democráticos y dejó de regir por procedimientos limpiamente democráticos, sin ninguna interrupción de facto en el transcurso de su vigencia.

Ese Uruguay próspero, aquella sociedad integrada, pacífica, aquella democracia vigorosa, consciente y orgullosa de sí misma, gozaba además de un gran prestigio continental. En Uruguay buscaban refugio los perseguidos de las dictaduras de América. Y Uruguay, con ese prestigio, era una voz escuchada en los foros internacionales, tanto cuando se constituyó la Organización de Naciones Unidas, como cuando se constituyó la Organización de Estados Americanos. Uruguay era consciente de todo eso y sus prohombres y sus dirigentes en todos los planos –políticos, filosóficos y jurídicos– advertían que en esa calidad democrática estaba el rasgo distintivo de la identidad nacional. Así lo decían, así lo reiteraban y así educaban a las nuevas generaciones, en esa convicción de que la democracia era consustancial al Uruguay, lo que nos justificaba y lo que nos distinguía en América y el mundo. En esa convicción educaban a las nuevas generaciones, de las que formaba parte el joven estudiante de Derecho, Enrique Tarigo.

Podría citar, señor Presidente, muchísimos textos que justifican esto que estoy diciendo, pero voy a tomar solamente tres, que creo son bien demostrativos de esa conciencia que tenía el Uruguay de lo que significaba la democracia para la identidad nacional.

El primero de esos textos es de 1933 y pertenece a don Carlos Vaz Ferreira. En el mes de febrero del año 1933, cuando se estaban gestando los hechos que desembocaron en el golpe de Estado de aquel año, un Comité de Defensa de la Libertad y la Democracia le pide opinión a Vaz Ferreira sobre el momento político que vivía el país. Don Carlos, sin meterse en cuestiones políticas –que evidentemente no eran su métier, yendo al meollo de la situación, decía:…“una revolución –fuera revolución propiamente dicha o golpe de Estado– sería (salvo las intenciones: sería objetivamente) el mayor de los crímenes posibles, porque convertiría el primer país (políticamente) de América, en el último país de América.

Somos el primero, porque somos el único, de la América Latina, en que desde hace ya muchos años se tratan y resuelven los problemas nacionales, acertadamente o no, pero por las vías constitucionales y legales; siendo nuestras fronteras las únicas que han detenido hasta ahora el funesto reguero en que se propagan por nuestro continente guerras, revoluciones y dictaduras.

Y seríamos el último, no sólo porque caeríamos de más alto, sino porque perdiendo aquella superioridad, lo perderíamos todo.

Otros países tienen territorio extenso, fuerza material, riquezas naturales. Nosotros no tenemos nada de eso, que compensara, por poco y mal que fuera, nuestra caída; somos un país  de territorio insignificante, en que, para sustituir o completar una industria casi única y casi condenada, se necesitará aún más asegurada y más permanente la paz que en cualquier otro.

Y, sin embargo, en los pocos años de continuidad institucional; de respeto a la Constitución y a las leyes (por imperfectas que puedan ser) de elecciones predominantemente libres, en lo político, y de honestidad predominante en lo administrativo (dentro siempre de la imperfección, de la insuficiencia, de la impureza que son inevitables en la democracia, a tal punto que, como tantas veces lo he explicado, hasta hay que hacerlas entrar en la teoría de la democracia, la cual no es prácticamente sino la forma menos mala de gobierno); aun con tanta desventaja, y además de tantos errores cometidos, y además todavía de tanta violencia y tanta inestabilidad como hay en la idiosincrasia nuestra, hemos conseguido lo que hemos conseguido: entre otras cosas, no figurar entre los países que más están sufriendo de los presentes males mundiales. Pero, repito: para ello necesitamos aún más que otros de la democracia  y de la paz. Ese debe ser el punto de vista nacional. Pero hay todavía otro punto de vista, y aún más alto. Comprometer esa superioridad nuestra, es especialmente criminal, no solo porque esa superioridad es espiritual, sino porque no es únicamente nuestra: nosotros, en este momento, somos de toda América, porque somos ejemplo”. Este era Carlos Vaz Ferreira en febrero de 1933.

Otra manifestación en este sentido, señor Presidente, proviene de Justino Jiménez de Aréchaga, quien en 1949 publica una nota en la Revista de Doctrina, Jurisprudencia y Administración, que se titula “Panorama institucional del Uruguay a mediados del Siglo XX”. Aclaro que accedí a ella por sugerencia del doctor Héctor Gros Espiell, que un día me dijo que tenía que leer ese texto. Incluso, cuando pasó el tiempo, me volvió a preguntar si lo había leído y le contesté que no, que no había tenido tiempo, por lo que otro día volvió y me entregó la fotocopia del artículo para que efectivamente lo leyera. Así lo hice y se lo agradezco hasta hoy.

La síntesis de esa extensa nota de Justino Jiménez de Aréchaga, dice así: “Nuestro país es una comunidad en la que imperan las ideas de igualdad y de libertad, en su concepción más  depurada. Esto es visible en las leyes, tanto como en la realidad social.

El poder político de nuestro pueblo es efectivo y real, y se manifiesta en una verdadera democracia, en la cual el sistema de representación proporcional es fiel exponente de los diversos sectores de opinión. Esto es posible debido a que nuestro sistema institucional se funda en la idea de que toda autoridad pública ha de ser eficazmente contenida en el ámbito de competencia que le asigna el Derecho.

Pese a su perfectibilidad, el sistema institucional de nuestro país hace de él un Estado excepcional, a la vez que una de las Democracias más perfectas del mundo”.

No sé, señor Presidente, si los historiadores y juristas de todos los países del mundo, al someter esto a su escrutinio, rubricarían esta afirmación orgullosa de Justino Jiménez de Aréchaga, pero digo que el Uruguay de aquellos años se sentía así y los hombres que hablaban por el Uruguay de aquellos años se sentían así y en esas convicciones educaban y formaban a las generaciones de estudiantes de Derecho que integraba, entre otros, Enrique Tarigo.

Enrique Tarigo culminó sus estudios de abogado y se recibió en el año 1953. Ese año fue también el de la publicación de un libro que creo da muy bien el tono de la época y el clima que vivía el Uruguay, un país que tenía y sentía el intenso orgullo de que era el campeón del mundo, pues en 1950 habíamos conquistado el título en Brasil, en el estadio Maracaná, en la que fue una jornada inolvidable. ¡Y vaya si el deporte ha incidido y contribuido muchísimo a la formación de la sociedad nacional y a la opinión que ella tiene de sí misma!

En 1953, Couture escribía su libro “La comarca y el mundo”, en el que contaba sus viajes por distintos países y cotejaba lo que había visto en el mundo con la opinión que él tenía de Uruguay y de lo que constituía nuestro país. Hace una referencia a las diferencias que existen entre los uruguayos sobre distintos temas y luego señala un punto de coincidencia. Dice Couture: “Hay un punto en el cual existe conciencia formada y es el relativo a la democracia como forma superior de convivencia humana. Podrá haber a este respecto, desacuerdos de detalle, incluso sobre la forma de entender la democracia. Pero sobre lo esencial hay entendimiento.

Este pueblo está convencido de que sólo se le puede gobernar con el más amplio margen posible de libertad compatible con el orden. No cree en el gobierno fuerte, porque la teoría del gobierno fuerte es la teoría del individuo débil; gobierno fuerte e individuo fuerte son incompatibles. El uruguayo ha preferido, a lo largo de su historia, respetar la libertad, aunque para ello haya debido más de una vez sacrificar un poco de autoridad. En la lucha entre el individuo y el poder, la tradición se ha inclinado más frecuentemente del lado del individuo que del poder. Es éste un país sin procesos por desacato, de gobernantes pobres y con una policía sin injerencias en la vida privada”.
Esto lo decía, reitero, Eduardo J. Couture, en 1953.

Creo que estas tres citas pintan, por lo menos con trazo grueso, el panorama de lo que era el Uruguay de aquellos años y cómo lo entendían y sentían los prohombres cuyo pensamiento y orientación formaba a las nuevas generaciones. En esa convicción, en esas enseñanzas formó su personalidad el doctor Enrique Tarigo.

La generación que él integró completó su formación en esos treinta años que Ortega y Gasset, al estudiar las generaciones, dijo que eran los años de formación, de asimilación de lo que ya se conoce, de lo que se sabe; es la experiencia compartida en la sociedad en la que uno nace.

Siguiendo el pensamiento de Ortega y Gasset, digo que esa generación de los años treinta empezó su vida adulta, su plenitud, en esa zona de fechas que se ubica alrededor de 1960. Ahí empieza Tarigo, como tantos otros, su labor, su vida profesional y su actuación como docente de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales. Comienza a dar clases de Derecho Procesal en 1957; como abogado, se dedica íntegra y apasionadamente a su profesión, y constituye su familia: se casa con Susana Morador y de esa unión nacen cinco hijos.

Durante esos años, que comienzan en 1960 –por tomar una fecha como referencia– Tarigo trabaja, estudia, enseña, constituye su familia y se mantiene por completo al margen de la actividad política, que nunca sintió como propia. Él era un jurista, un hombre de Derecho, un abogado que, efectivamente, tenía una filiación política notoriamente colorada –era batllista de la Lista 15– pero no era, de ninguna manera, un militante ni un dirigente; en aquel momento no ocupó cargos públicos en representación de su Partido. Era un profesional universitario volcado, íntegramente, al ejercicio de su profesión y al cumplimiento de su tarea docente, a la que dedicó muchísimo tiempo y esfuerzo.

Muchas veces se ha dicho –y, por supuesto, es cierto– que Tarigo era un hombre valiente e inteligente –estas facetas se han destacado muchas veces–, pero hay que decir, además, que era un hombre extraordinariamente laborioso y un trabajador infatigable que, en el curso de estos años de actividad profesional, escribió varios libros y una cantidad innumerable de artículos de doctrina y jurisprudencia en materia jurídico‑procesal.

Pues bien, a este hombre que desarrollaba así su vida en el ámbito privado -completamente al margen de cuestiones políticas–, le ocurrió que en 1973 tuvo que vivir el golpe de Estado, un quiebre abrupto en aquel país democrático y de idealidad democrática en el que se había formado. Por supuesto que esto no ocurrió de un día para el otro ni porque sí, sino que hubo todo un proceso de descomposición económica y social y de violencia política que, en definitiva, derivó en esos sucesos del año 1973. Pero lo cierto es que en ese año se instaló la dictadura en el Uruguay y Tarigo pudo haber pensado, perfecta y legítimamente, que la dictadura era un problema suyo en la medida en que lo era de todos los ciudadanos de la República y no más que eso. No tenía, en absoluto, ninguna obligación especial; nunca había ocupado cargos públicos en representación de su Partido ni había sido elegido para integrar órgano alguno, sino que era un ciudadano privado en un ciento por ciento. Sin embargo, en esa circunstancia –la peor– sintió el llamado del deber y creo que este es un concepto clave para explicar la personalidad y la vida de Enrique Tarigo. Así como otros podrían definirse, quizá, por decir “yo quiero”, “yo ambiciono” o “yo siento”, lo que definía a Tarigo era “yo debo”.

Era un hombre que sentía muy profundamente el deber y eso lo escribió en alguno de los editoriales del semanario Opinar, que no he podido encontrar. Recuerdo que escribió alguna frase especialmente clara y elocuente, que un dirigente político de lo que fue “Libertad y Cambio” pintó a mano en las paredes de un club en su barrio –en la calle 8 de Octubre y Belén, como se llamaba en aquel entonces la calle Teófilo Collazo–porque le pareció que merecía recordarse siempre. No recuerdo exactamente el texto de esa frase –no lo pude encontrar– pero, más o menos, decía así: “El deber no se pesa ni se cuenta ni se mide; el deber no se analiza en argumentos en pro y argumentos en contra; el deber se cumple, sencillamente”. Ese era Tarigo.

En el año 1974 sintió que su deber era empezar la lucha por el restablecimiento de la democracia y comenzó a escribir en El Día de distintas maneras: como columnista, editorialista y autor de “sueltos” en la página editorial. Desde julio de 1974 hasta noviembre de 1978 –estas fechas surgen del prólogo de su libro “Los temas de nuestro tiempo”, donde recuerda, con la precisión y el detalle que lo caracterizaban, cada una de sus actividades en esa etapa en El Día– escribió una serie de columnas, de editoriales y de “sueltos”, en los que enfrentó las ideas dominantes de la época, explicando con claridad didáctica y sentido político, pero además, con una enorme valentía, el abecedario democrático, republicano y liberal, en aquellos años en que esos valores parecían eclipsados y podía temerse hasta que ello fuera definitivo.

Tarigo escribió, y lo que en ese entonces expresó fue recogido después en dos gruesos tomos de “Los temas de nuestro tiempo”, donde se agrupan las notas presentadas en doce capítulos, que son los siguientes: “Liberalismo”, “Derechos Humanos”, “Política”, “El mundo sigue siendo ancho… pero ya no nos es ajeno”, “Judicatura y Abogacía”, “Algunos perfiles humanos”, “Democracia”, “Libertad de Prensa”, “Economía”, “Universidad”, “Sociedad” y “Los libros de las cuatro estaciones”. Estamos hablando de un repertorio amplísimo de temas en los que demostró erudición, muy sólida formación jurídica y capacidad didáctica propia de un docente de larga experiencia.

Ahora bien, en aquellos años, cuando uno era muy joven –18, 20 o 22 años–, leía esos artículos y le parecía lo más natural del mundo que un profesor de Derecho escribiera esas cosas; valoraba, precisamente, su claridad, erudición y capacidad didáctica. Pero si uno los lee ahora, lo que valora y salta a la vista es el coraje, porque ¡había que escribir todo esto en aquellos años!

Hay que tener en cuenta, además, que Tarigo no era un hombre de fortuna –nunca lo fue–, sino un típico uruguayo de clase media. Lo conocí personalmente y en alguna ocasión lo visité en los apartamentos del Banco de Seguros que están al final de Tristán Narvaja, creo que a la altura de Luis Piera, o por allí. Y en 1980, cuando andaba haciendo las diligencias para fundar, junto a Luis Hierro, lo que fue el semanario Opinar, se desplazaba en un Volkswagen Escarabajo del año 62; en aquellos años no era raro usar autos viejos. Ese era Tarigo, un uruguayo que vivía en el barrio Palermo, andaba en un Fusca del 62 y no tenía otro respaldo que su profesión que, por cierto, ejercía brillantemente. Sobre esa tan endeble base material se plantó ante el régimen de la época, escribió como escribió y actuó como lo hizo. Visto desde la actualidad, ¡vaya si destaca y resplandece todo ese coraje!

Desarrolló su prédica en el diario El Día, pero además hizo otras cosas, porque era un universitario comprometido con la idea de la universidad liberal en la que se había formado.

En 1975 le pidieron que junto a otros colegas, los doctores José Arlas y Enrique Véscovi, se hiciera cargo de la Fundación de Cultura Universitaria, pues se temía que cayera en manos de la intervención de la Universidad y dejara de ser el centro de producción e irradiación de la cultura jurídica liberal que había sido siempre. Tarigo asumió esa tarea. Ese mismo año concurrió, con otros distinguidos procesalistas, a la fundación de la Revista Uruguaya de Derecho Procesal –una verdadera institución en el Derecho uruguayo, que algún día tendrá que recibir el homenaje que merece por su invalorable aporte, durante tantos años, a la cultura jurídica nacional– y siguió dando clases en la Facultad de Derecho hasta que, como luego veremos, sintió que era su deber alejarse de ella.

En el año 1976 dictó su curso de Derecho Procesal I; allí tuve la oportunidad de conocerlo personalmente. No salí sorteado para integrar el cupo de los reglamentados, pero asistí como oyente. Debo reconocer que no aprendí mucho en ese curso porque me ennovié con quien después sería mi esposa –y hasta hoy lo sigue siendo–, y mi cabeza no estaba en el Derecho Procesal, pero en aquellos años Tarigo daba clase con una capacidad didáctica realmente extraordinaria.

Mientras tanto, seguía escribiendo en El Día, donde asumió puestos de responsabilidad; incluso llegó a ser gerente de la empresa y ocupó algún otro cargo que le aparejó las preocupaciones y las contingencias que vivían los periodistas de aquella época. Recuerdo que en algún momento –no puedo precisar la fecha exacta, pero por distintos indicios sé que fue entre fines de octubre de 1977 y marzo de 1978–, como consecuencia de su responsabilidad periodística, fue imputado del delito de “revelación de secretos” y procesado. El episodio fue el siguiente. Desde 1977 estaba vigente en el país el Acto Institucional n.º 8, que barría con la independencia del Poder Judicial y establecía el Ministerio de Justicia. El titular de esa Cartera –no vale la pena nombrarlo– se vio interesado en un proceso que se seguía ante un Tribunal de Apelaciones en lo Civil, en el que era parte un Consejo de Asignaciones Familiares dirigido a la sazón por un jerarca militar particularmente autoritario. El Tribunal había dictado una sentencia que era contraria al interés de la Caja de Asignaciones Familiares y el Ministerio de Justicia le pidió explicaciones al Tribunal por la sentencia que había dictado. Este, que estaba integrado por los doctores Frigerio, Mier Nadal y Addiego Bruno, le contestó muy dignamente que ni siquiera del Acto n.º 8 surgía que el Tribunal debiera informar al Ministerio de Justicia en materia de índole estrictamente jurisdiccional, por lo cual no le daban las explicaciones que el Ministro de Justicia pedía. La noticia se filtró a la prensa y llegó al diario El Día, que publicó la resolución del Tribunal. Al otro día se presentó la denuncia penal y desfilaron por los Juzgados Penales de la calle Misiones los jerarcas de El Día y los Ministros del Tribunal.

Viví todo aquello porque era funcionario de la Defensoría de Oficio en lo Criminal –por las dudas, aclaro que en la Defensoría no me nombró ningún coronel sino, como era usual en la época, un Ministro de la Corte, el doctor Marcora, que era amigo de un tío mío que también había sido Juez; así fue como entré al Poder Judicial, en el último grado del escalafón– y desde el despacho de los doctores Guillermo Nin y Carlos Payssé, que estaba sobre la calle Misiones, pude ver a todos los que entraban a los Juzgados Penales: la gente del diario El Día y los Ministros del Tribunal de Apelaciones. Tarigo y Mier Nadal fueron imputados del delito de “revelación de secretos” y procesados sin prisión, porque la figura era la del artículo 163 del Código Penal en la redacción de 1934, y se castigaba con suspensión en el ejercicio del cargo público. Recuerdo que Tarigo ni siquiera quiso nombrar un defensor, por lo que actuó el Defensor de Oficio; fue una actitud de desprecio olímpico hacia aquel proceso que se le seguía.

Esto tuvo lugar entre fines de 1977 y 1978. El proceso vino a terminar en marzo de este último año, momento en que la intervención de la Universidad expulsó a varios profesores de la Facultad de Derecho, entre ellos, los doctores José Arlas y Luis Alberto Viera, ambos procesalistas. En solidaridad con ellos, el doctor Tarigo renunció a su cargo; sintió que era su deber hacerlo y, como siempre, Tarigo cumplió con su deber. El proceso que se le seguía se clausuró por razones de economía procesal, pues no tenía sentido que siguiera un proceso que solo podía desembocar en la suspensión de alguien que ya había renunciado a su cargo.

1978 fue un año de renuncias, porque más adelante, en el mes noviembre, Luis Hierro López fue arbitrariamente cesado de su cargo de Secretario de Redacción del diario El Día, y Tarigo, en solidaridad con él, renunció al cargo que ocupaba en el diario. Sin embargo, no bajó los brazos ni la guardia, sino que continuó con su prédica desde las columnas del diario El Telégrafo, de Paysandú, que le ofreció su hospitalidad –¡vaya mi homenaje a El Telégrafo por aquella disposición a acoger las columnas de Tarigo en los peores momentos!– y también desde la revista Noticias, que apareció en aquellos años y tuvo corta vida, y a cuyo frente estaba como periodista profesional Danilo Arbilla, que fue quien invitó a Tarigo a escribir allí. Así comenzó a hacerlo, generando algunos resquemores y rispideces por la manera como escribía en aquellos años.

Las cosas llegaron a un punto de ruptura cuando en 1980 el régimen comenzó a publicar las pautas constitucionales en función de las cuales se pensaba elaborar una Constitución que sería plebiscitada a finales de aquel año. Tarigo empezó a escribir en contra de las pautas constitucionales y lo hizo de tal manera que un día aquel señor italiano dueño de Noticias, presionado por el régimen –es cierto, lo presionaban a través de la Dirección General Impositiva– decidió suprimir su columna. Tarigo se fue de Noticias, y con él se fueron también Danilo Arbilla y los demás periodistas profesionales que integraban el staff de la revista, entre los cuales estaba Hierro, si no recuerdo mal. Se fueron todos.

Tarigo siguió escribiendo únicamente en El Telégrafo de Paysandú. En aquella época, en que no había computadora personal y mucho menos correo electrónico, escribía sus notas en la máquina de escribir y él mismo las llevaba a la agencia Sabelin para que llegaran a Paysandú y fueran publicadas en El Telégrafo. Fue entonces que, entre la gente que había participado en Noticias y se había ido, así como entre otras personas prestigiosas que estaban muy cerca –como por ejemplo el doctor Aníbal Luis Barbagelata, que había estado en El Día con Tarigo, y el doctor Manini Ríos, a quien también habían echado de la dirección de La Mañana–, comenzó a surgir la idea de la publicación del semanario Opinar. Todo el proceso está muy bien narrado en el libro de Luis Hierro López –Director y Redactor Responsable del semanario– titulado “El pueblo dijo NO. El Plebiscito de 1980”; allí figura la crónica de todos estos hechos en los que, si bien quisiera detenerme, no puedo hacerlo porque me insumiría demasiado tiempo.

En aquellos meses de 1980 el régimen intentó comunicarse o ponerse en contacto con los Partidos. En el Partido Colorado se reunía periódicamente un grupo denominado “El Triunvirato”, que era la única especie de autoridad o representación política que de hecho había en aquel tiempo de prohibición general de la actividad política. El Triunvirato estaba integrado por Jorge Batlle, Amílcar Vasconcellos y Raumar Jude. Como todos ellos estaban proscriptos y no podían tener con el régimen contacto alguno, se designa lo que luego se conoció como la Comisión de los Seis, es decir, un grupo de seis ciudadanos colorados que iban a representar al Partido en las conversaciones con la Comaspo. Tarigo fue uno de los integrantes de esa Comisión, designado a propuesta del doctor Amílcar Vasconcellos; nunca había integrado la 315 y no lo hizo después, pero Vasconcellos lo nombró porque veía cómo escribía y cuál era su prédica contra las pautas constitucionales. Me parece que ahí se da un hermoso símbolo de continuidad democrática, porque el hombre de aquel febrero amargo del setenta y tres designa como su representante a quien sería el portavoz y paladín del noviembre glorioso de 1980.

Tarigo integra esa Comisión y pasa a hacer política activa en esas circunstancias tan difíciles, dejando de ser solamente un periodista.

Las conversaciones duran muy poco y no sirven absolutamente para nada; hay algún planteo político que el General Queirolo rechaza con aquella frase que todos recordamos: “A los ganadores no se les piden condiciones”. Así fue como terminaron las conversaciones y quedaron tendidos los campos y el enfrentamiento entre el régimen que quería legitimarse y perpetuarse y todos los que luchaban por el “NO”; de estos últimos, algunos estaban proscriptos, otros inhabilitados y algunos más activos, pero en ese momento se creó la ocasión para que una cantidad de gente joven que no tenía ningún antecedente ni mérito empezara a actuar, por la simple razón de que no había otros que pudieran hacerlo. En ese momento, entre otras agrupaciones, se forma la Corriente Batllista Independiente, que nosotros integramos y que realizó uno de los actos políticos de aquellos años en contra del proyecto en el Cine Arizona. Anteriormente, ya se habían realizado otros dos en el Cine Cordón, uno a cargo de la Coordinadora de la Juventud del Partido Colorado y otro a cargo de la Juventud Nacionalista. Luego, como dije, se realiza este acto por parte de la Corriente Batllista Independiente en el Cine Arizona.

La campaña se desarrolla con enormes dificultades, porque todos conocemos los medios con que contaba la dictadura y el despliegue propagandístico que hizo en los medios masivos de comunicación. Quienes pensaban de otra manera enfrentaron grandes dificultades para poder expresarse. Cabe recordar los obstáculos que debió enfrentar el semanario Opinar, cuya primera edición no pudo circular porque un bando policial lo impidió; recuerdo que para que pudiera ser distribuida hubo que apelar a un General de la época, quien luego de la insistencia de Tarigo, decidió levantar la prohibición. Finalmente, el primer jueves de noviembre de 1980, casi sobre la fecha del plebiscito, Opinar pudo publicarse e iniciar su prédica por el “NO”.

Desde el punto de vista de esta prédica por el “NO”, el hecho más importante y memorable fue aquel debate televisivo del viernes 14 de noviembre, que se realizó en el Canal 4, donde discutieron y debatieron Tarigo y Pons Etcheverry por el “NO”, y Bolentini y Viana Reyes por el “SI”. En esa instancia, dos cosas quedaron claras para la ciudadanía: primero, que aquella Constitución que se pretendía imponer era absolutamente contraria a todos los principios democráticos del país; y segundo, que el tiempo del silencio había terminado y había espacio para que la gente se plantara y dijera “NO” al régimen de facto de la época. La idea era que quienes fueran a votar por el “NO”, pudieran decirlo en voz alta y sin temor. Creo que ese fue el gran valor de aquel debate y destaco la gran significación del modo en que Tarigo y Pons Etcheverry enfrentaron a sus contradictores de entonces.

Los argumentos, así como el sentir popular –que se podía auscultar–, estaban a favor del “NO”, pero se iba contra una dictadura, por lo que razonablemente se podía pensar que de un modo o de otro, por las buenas o por las malas, terminaría ganando el “SI”. Ese temor existía, y acerca de esto resulta muy ilustrativa una conversación entre Julio María Sanguinetti y Manuel Flores Mora, que está narrada en el libro del primero titulado “La Reconquista”. Allí, en un recuadro, Sanguinetti cuenta que en vísperas del plebiscito, él y Flores Mora caminaban por 18 de Julio luego de haber estado todo el día visitando a amigos y recorriendo boliches en un intento por auscultar el sentir popular.  Sanguinetti dice que sentía en el estómago la tensión y el nerviosismo que precede a las grandes jornadas. En un momento de esa conversación en que se preguntaban uno a otro cuál era su parecer sobre lo que sucedería, Flores Mora dijo: “Mirá Julio, mañana sabremos si hemos sido verdaderamente alguna vez la Suiza de América. Mañana sabremos cuál es la verdad de todo esto.” Esta conversación no era simplemente un acertijo electoral sobre si ganaría uno u otro. Se trataba de saber cuál era la identidad nacional y si todo aquello que los profesores de la Facultad de Derecho habían enseñado en los años cuarenta y cincuenta, todo lo que se venía diciendo desde Vaz Ferreira, Justino Jiménez de Aréchaga y Couture sobre el Uruguay de verdad, su calidad democrática esencial y su identidad democrática, realmente era cierto. Se trataba de corroborar si efectivamente habíamos sido así, si esos valores estaban arraigados en el alma popular o todo aquello no había sido más que un espejismo, una fantasía o un producto circunstancial de una coyuntura económica favorable, de un momento de bienestar pasajero, alentado quizás por los triunfos deportivos, pero que carecía de verdadero arraigo y sustento en el alma nacional.

Me interesa referirme a esto porque cada tanto aparece alguien que, desde el ámbito periodístico, intelectual o académico, pone en tela de juicio ese carácter consustancial de la democracia con el Uruguay y señala los episodios de quiebre de la institucionalidad democrática para negar que nuestro país sea, por vocación y destino, una democracia republicana. Por mi parte, digo que las caídas existen siempre, en todos los órdenes de la vida y para todas las naciones; la gran cuestión es si luego de ellas es posible ponerse de pie, y Uruguay lo hizo en 1980, en aquel plebiscito. En esa ocasión demostramos la fibra democrática, la integridad de la convicción republicana y la hondura de la conciencia nacional galvanizada y aglutinada en torno a los valores de la democracia y del Estado de Derecho. Eso ocurrió pese a todas las circunstancias y a la adversidad, y fue lo que afloró aquel 30 de noviembre de 1980.

La gloria eterna de Tarigo –más allá de los cargos que luego ocupó y de todo lo que pueda decirse–, fue que en aquellos momentos tan duros, difíciles y adversos, expresó con claridad el alma nacional; fue el paladín de la República porque dijo lo que todos sentíamos y tantos no podían decir. Se plantó y lo dijo, sin más respaldo que su conciencia, el valor de su convicción y el sentido del deber que siempre lo guió en la vida.

Luego vinieron otros cargos y responsabilidades, tareas políticas que nunca quiso asumir porque no las sentía. Esa es la verdad, y tan es así que al día siguiente de las elecciones internas de 1982, en Opinar escribió un editorial anunciando la disolución de “Libertad y Cambio”, porque sostenía que la agrupación ya había cumplido su misión, que la tarea estaba realizada y que una vez constituidos los órganos partidarios no tenía por qué haber agrupaciones ni sectores, de manera que todos nos encontraríamos en la Convención para tomar allí, colectivamente, las decisiones que correspondiesen. A quienes integrábamos el grupo nos sobrevino una sensación de espanto inenarrable y con mucho esfuerzo logramos convencerlo de que la tarea continuaba y había que seguir –lo que finalmente conseguimos–, pero esa era su inclinación y talante, y posteriormente, una y otra vez manifestó una tendencia a apartarse del ámbito político partidario. Esto llevó a que en la campaña de las elecciones interna de 1989 –en la que su precandidatura presidencial del Partido fue derrotada, triunfando de manera categórica e inobjetable el doctor Jorge Batlle– se notara el disgusto y mal humor de quien está haciendo algo que no siente o no quiere, y simplemente está cumpliendo con lo que en aquella coyuntura entendió que era un deber, cuya observancia le era reclamada por algunos de sus correligionarios. Lo cierto es que no lo sentía, no le interesaba la política partidaria; lo suyo había sido la defensa de las instituciones democráticas.

Tarigo nunca dejó de ser lo que esencialmente fue siempre: un jurista, un cultor del Derecho, un hombre formado en la disciplina del Derecho, que cuando vio comprometidas por una situación de facto las instituciones en cuya admiración se había formado, sintió que su deber era defenderlas, y así lo hizo. Cumplida esa tarea, su inclinación natural fue volver a su ocupación profesional, a lo que le gustaba, y así terminó sus días, como profesor de Derecho y abogado. Regresó al estudio, a la cátedra y continuó escribiendo libros de Derecho Procesal, lo que siempre le gustó hacer.

El otro día, en la Casa del Partido Colorado, la Secretaria General de nuestra colectividad, Martha Montaner, tuvo el acierto de asociar esa actitud y esa conducta de Tarigo con la de aquel prócer romano Cincinato, que luego de haber sido Cónsul y Dictador para enfrentar a un ejército extranjero, volvió a cultivar su propio campo con el arado en la mano. Es cierto; Tarigo era así: un republicano sin pretensiones, sin veleidades de nada, un hombre sencillo y austero, que después de haber sido Vicepresidente de la República –y aun siéndolo– se trasladaba en ómnibus o caminando. Ya fatalmente enfermo, iba en ómnibus a la Universidad Católica a dictar clases, y cuando actuaba de esa manera no sentía otra cosa más que el estar haciendo lo que era natural en él, lo que había hecho toda su vida y no advertía razón alguna para dejar de hacer.

Afrontó la enfermedad que lo llevó a la tumba con la misma valentía con la que enfrentó tantas otras cosas en su vida. No voy a detenerme en el relato del último encuentro que tuve con él porque temo que la emoción pueda jugarme una mala pasada; simplemente voy a decir que siguió manifestando la misma valentía de siempre hasta el final. En este sentido, permítaseme recordar dos episodios más que ilustran precisamente este rasgo de su personalidad.

En enero de 1984, ya con el final de la dictadura a la vista –aunque todavía estábamos en régimen de facto, tanto que pocos meses antes se había producido el asesinato de Roslik–, fue requisada una edición de “Opinar” en la que se iban a publicar dos cartas de lectores, una de dos uruguayos que residían en Francia y reclamaban su pasaporte porque no podían viajar por el mundo ni volver al país, y otra de una mujer que reclamaba por un pariente desaparecido. “Opinar” pretendió publicar esas notas pero le requisaron la edición y Tarigo, en un arrebato que lo pinta de cuerpo entero –a pesar de ser tan cerebral y razonador, también era un hombre de pasión y de arrebatos en algunos momentos–, decidió que igual iba a publicar lo que quería, y para hacerlo, se le ocurrió escribir lo que él llamo el “primer samizdat uruguayo”. “Samizdat” es una palabra que quizás pocos conozcan porque cayó en desuso, pero era el término con el que se designaban los medios de expresión utilizados por los disidentes soviéticos que, naturalmente, no podían publicar sus opiniones en la Unión Soviética y que se valían de estos correos, de esta prensa clandestina, para decir lo que pensaban. Tarigo, deliberadamente, dijo que este era el primer samizdat uruguayo porque el régimen no le dejaba publicar lo que quería. Entonces, en una hoja escrita a máquina –que después fotocopiamos; tengo aquí una de esas piezas firmada por él– explica que le habían confiscado la edición de “Opinar” el día jueves 26 de enero de 1984, y expresa: “Frente a ello debo decir: 1.- La primera de dichas cartas, enviada desde Lyon, Francia, era suscrita por dos exiliados uruguayos que dicen haber sido detenidos en el año 1971 bajo el régimen de ‘medidas prontas de seguridad’ y haber salido del país haciendo uso de la opción que a ese respecto otorga el inciso 17 del artículo 168 de la Constitución de la República”. Y continúa con el contenido de esa carta. Luego señala:

“2.- La segunda de esas cartas nos fue enviada desde Hungría por la esposa de un uruguayo que figura en el segundo lugar de una lista de 17 personas desaparecidas, que fue publicada recientemente por el diario ‘El Día’ y por varios semanarios según nuestro recuerdo. Esta señora relata las gestiones que cumplió en el país desde 1975 hasta 1979 y las que realizó de esa fecha en adelante ante el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas” y sigue con una serie de consideraciones a ese respecto. En el penúltimo numeral de este samizdat Tarigo expresa: “4.- El Teniente Coronel del ES.MA.CO que me comunicó telefónicamente la decisión de requisar la edición de OPINAR si no me avenía a sustituir la página 23 –reimprimiendo íntegramente la edición– me informó que uno de los firmantes de la primera carta –no así el otro– había sido un sedicioso y que el marido de la señora firmante de la segunda no es un desaparecido sino que vive actualmente en Hungría. No discuto ni uno ni otro hecho porque, naturalmente, carezco de toda información a ese respecto. Simplemente pregunto: ¿Por qué si el primero era un sedicioso no fue procesado y condenado y sí solamente arrestado en régimen de ‘medidas prontas de seguridad’ permitiéndosele salir del país? Y, aunque lo hubiera sido, ¿por qué no puede, 12 años después, publicar una carta para pedir su pasaporte y decir” –como decía la carta en cuestión– “que detesta la violencia? ¿Por qué, si el marido de la segunda se sabe que vive en Hungría no se dio esa información cuando, recientemente, se publicó una lista de 17 desaparecidos en la que esa persona figuraba en 2.º lugar?

5.- Por fin: ¿por qué sobre todo esto no se ha de poder hablar y escribir en el país, dándose en cada caso la información que corresponda y desmintiéndose los datos que sean falsos si es que lo son?

Mientras se siga aplicando la mordaza de la censura de prensa, lo único que se logrará es que la opinión pública no crea a quienes no saben dar razones o explicaciones, sino, simplemente, cumplir actos de fuerza, como sin duda lo es éste de confiscar, por segunda vez en dos semanas, las ediciones enteras de OPINAR.

Sin libertad de prensa, sin libertades, el Uruguay no podrá, jamás, construir su futuro. Si el gobierno y las Fuerzas Armadas –a las que el gobierno representa y compromete– no han entendido esto, no han entendido nada”.

Ese fue el samizdat que se distribuyó de mano en la Plaza Cagancha. En esa ocasión fui uno de los ocasionales canillitas, y recuerdo exactamente ese momento porque era el día en que había acordado con mi novia ir al Registro Civil a anotarnos para casarnos. Pero me llamaron de lo de Tarigo, quien nos convocaba para informarnos de la situación, luego de lo cual todos decidimos ir a la Plaza Cagancha. En aquella época en que no se usaban los celulares ni cosas por el estilo, llamé por teléfono a mi novia para avisarle que no podía ir al Registro Civil porque iba a vender diarios con Tarigo en la plaza. Obviamente, dicho así y escuchado de esa manera, provocó la reacción imaginable del otro lado. Luego le expliqué de qué se trataba y, finalmente, pude cumplir porque la reacción popular nos superó y creo que en diez minutos no nos quedaba ni una copia del primer samizdat uruguayo; había salido en todos los medios de prensa, en la radio, en los canales de televisión. La jornada fue todo un éxito y ese día, efectivamente, pude anotarme y me casé dos meses después.

Esta actitud de Tarigo de salir a enfrentar lo que fuera, cumpliendo con lo que entendía era su deber, esta actitud demostrada y probada, es lo que da valor y realce a las palabras que pronunció, señor Presidente, cuando asumió el cargo que hoy usted ocupa. Y desde ese sitial, en la primera exposición que hizo como Presidente del Senado en la reapertura democrática, señaló, entre otras cosas, lo siguiente: “Quiero decir, simplemente, en mi calidad de Presidente de estos dos Cuerpos legislativos, que si un día –Dios no lo quiera así–, la prepotencia de la fuerza se alzara nuevamente contra ellos habré de defender su dignidad y con ella la Constitución de la República con un arma en la mano y no habré de salir de este recinto sino muerto.

En el día de hoy he guardado, en un cajón del escritorio de la Presidencia del Senado, un revólver y una pequeña caja de balas; un revólver que debí adquirir hace ya muchos años, catorce o quince años, cuando las autoridades policiales de la época –antes del golpe de estado– me informaron del hallazgo, en uno de aquellos escondites, que en su época se denominaban ‘Berretines’, de una serie de datos sobre mi persona, mi domicilio, mi cargo de abogado de una institución a la que he tenido el honor de prestar mi asesoramiento durante muchos años, antes y después de aquel episodio, y que hacían temer la posibilidad de la preparación de un atentado contra mi persona; un revólver y una pequeña caja de balas que, felizmente, jamás tuve necesidad de utilizar.

Naturalmente, no se me escapa que esos instrumentos habrán de ser absolutamente ineficaces contra el malón, si éste se desatara, alguna vez en este quinquenio, contra las instituciones.

Pero quiero afirmar, sí, que ese revólver y esas pocas balas, la última de las cuales dispararé contra mí mismo, estarán destinadas a ser la última defensa, si no de la integridad, sí de la dignidad republicana, democrática y representativa del Parlamento Nacional.

Comprendo perfectamente que estas son cosas no para decirse, sino para hacerse.

Pero creo que en la especial coyuntura que vive el país no está mal que se digan también. Y tengan ustedes la certidumbre absoluta de que, si el caso se diera, habré de ajustar mis actos a mis dichos”.

Yo creo que nadie que haya conocido al doctor Tarigo puede dudar ni por un instante de que habría ajustado, rigurosamente, sus actos a sus dichos. A este hombre le rendimos homenaje hoy. 

Demostró al país entero con su prédica, con su acción, como también en aquella jornada histórica de 1980, que la democracia no es acá un artefacto postizo, un maquillaje de circunstancia. Demostró que el alma de la República está consustanciada con los valores de la democracia y del Estado de Derecho. Y demostró también que para que esos valores sean los que rijan la convivencia nacional, no alcanza con proclamarlos, con soñar con ellos, sino que es necesario luchar y trabajar por ellos. En esa lucha y en ese trabajo que ha de ser de todos los días, el ejemplo de los prohombres que ha tenido este país ha de servirnos como guía y como ejemplo. Y es por eso que tengo en mi despacho, como única fotografía que engalana las paredes, la del doctor Enrique Tarigo, quien me señalara siempre el camino del deber.

Muchas gracias.

(*) Abogado. Senador de la República (Vamos Uruguay- Partido Colorado)

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