SEÑOR PASQUET.- Señor Presidente,
señores Senadores, hijos, nietos y otros familiares del doctor Enrique Tarigo
que se encuentran hoy presentes aquí: hemos promovido la celebración de este
homenaje a la memoria del doctor Enrique Tarigo, de cuyo fallecimiento se
cumplirán diez años este viernes 14 de diciembre.
El Senado de la República ha resuelto rendir
homenaje a la memoria de quien fue Vicepresidente de la República y, por lo
tanto, Presidente de este Cuerpo y de la Asamblea General durante el quinquenio
1985-1990. Pero antes de haber ocupado tan altos cargos, el doctor Tarigo fue
un paladín en la lucha por el restablecimiento de la democracia y de los
derechos humanos en el Uruguay, y es ante todo por esa lucha librada desde el
llano contra la dictadura que lo recordamos hoy. Su nombre quedará por siempre
asociado al histórico plebiscito de 1980, en el que la ciudadanía abrió el
camino hacia la libertad al rechazar el proyecto constitucional mediante el
cual el régimen de facto había querido legitimarse y perpetuarse en el poder.
La campaña por el “NO” fue, sin duda, la hora más gloriosa del doctor Tarigo,
como bien lo dijo aquí, con motivo de su fallecimiento, el ex–Senador Carlos
Julio Pereyra. A esa campaña y a lo que hizo Tarigo en esa ocasión ciertamente
habremos de referirnos más adelante, pero antes de llegar a ese punto queremos
mencionar otros temas.
Enrique Tarigo había nacido el 15 de
setiembre de 1927. Si una generación es, como decía Ortega y Gasset, “una zona
de fechas” de unos 15 años de extensión que deben computarse en dos períodos
iguales en torno a una fecha elegida como punto de referencia, y si
tomamos como tal punto de referencia para nuestro cálculo el
año de 1930, año del centenario de la primera Constitución nacional, que ya da
su nombre a una generación de hombres de letras, podemos decir que Enrique
Tarigo formó parte de una generación de destacados abogados y juristas que
nacieron alrededor de ese año. Integraron el mismo grupo etario, entre otros,
Héctor Giorgi, nacido en 1924; José Claudio Williman, nacido en 1925; Héctor
Gros Espiell y Helios Sarthou, nacidos ambos en 1926; Daniel Hugo Martins,
nacido en 1927; Ofelia Grezzi y Luis Torello, nacidos en 1928; Horacio
Cassinelli Muñoz, nacido en 1932, y Didier Opertti y Leonardo Guzmán, ambos
nacidos en 1937.
Los nombrados y muchos otros profesionales
del Derecho que compartieron con ellos esa “zona de fechas” de nacimiento,
estudiaron en la Facultad de Derecho y en su mayoría se graduaron allí entre
los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Fueron, aquellos, años felices
en la historia del Uruguay; con altibajos, naturalmente, como los hay siempre
en la vida de las personas y de las sociedades, pero en la visión de conjunto y
en la memoria colectiva, años felices. Tenía vigencia popular entonces la
frase “Como el Uruguay no hay”, acuñada a fines de los años
cuarenta.
La economía era próspera; entre 1945 y 1955
el Uruguay disfrutó de lo que se llamó el “decenio glorioso”.
La sociedad era abierta, integradora, con
profunda sensibilidad social; en el año 1946 había sancionado la Ley de
Derechos Civiles de la Mujer, y en el año 1943, el Estatuto del Trabajador
Rural y la Ley de Consejo de Salarios. Era una sociedad que vivía políticamente
en tiempos de democracia plena, orgullosa de sí misma, que en 1952 había
sancionado una Constitución que tuvo la particularidad –no desdeñable, por
cierto– de ser la única del Siglo XX que empezó a regir por procedimientos
limpiamente democráticos y dejó de regir por procedimientos limpiamente
democráticos, sin ninguna interrupción de facto en el transcurso de su
vigencia.
Ese Uruguay próspero, aquella sociedad
integrada, pacífica, aquella democracia vigorosa, consciente y orgullosa de sí
misma, gozaba además de un gran prestigio continental. En Uruguay buscaban
refugio los perseguidos de las dictaduras de América. Y Uruguay, con ese
prestigio, era una voz escuchada en los foros internacionales, tanto cuando se
constituyó la Organización de Naciones Unidas, como cuando se constituyó la
Organización de Estados Americanos. Uruguay era consciente de todo eso y sus
prohombres y sus dirigentes en todos los planos –políticos, filosóficos y
jurídicos– advertían que en esa calidad democrática estaba el rasgo distintivo
de la identidad nacional. Así lo decían, así lo reiteraban y así educaban a las
nuevas generaciones, en esa convicción de que la democracia era consustancial
al Uruguay, lo que nos justificaba y lo que nos distinguía en América y el
mundo. En esa convicción educaban a las nuevas generaciones, de las que formaba
parte el joven estudiante de Derecho, Enrique Tarigo.
Podría citar, señor Presidente, muchísimos
textos que justifican esto que estoy diciendo, pero voy a tomar solamente tres,
que creo son bien demostrativos de esa conciencia que tenía el Uruguay de lo
que significaba la democracia para la identidad nacional.
El primero de esos textos es de 1933 y
pertenece a don Carlos Vaz Ferreira. En el mes de febrero del año 1933, cuando
se estaban gestando los hechos que desembocaron en el golpe de Estado de aquel
año, un Comité de Defensa de la Libertad y la Democracia le pide opinión a Vaz
Ferreira sobre el momento político que vivía el país. Don Carlos, sin meterse
en cuestiones políticas –que evidentemente no eran su métier, yendo al meollo de la situación, decía:…“una revolución
–fuera revolución propiamente dicha o golpe de Estado– sería (salvo las
intenciones: sería objetivamente) el mayor de los crímenes posibles, porque
convertiría el primer país (políticamente) de América, en el último país de
América.
Somos el primero, porque somos el único, de
la América Latina, en que desde hace ya muchos años se tratan y resuelven los
problemas nacionales, acertadamente o no, pero por las vías constitucionales y
legales; siendo nuestras fronteras las únicas que han detenido hasta ahora el
funesto reguero en que se propagan por nuestro continente guerras, revoluciones
y dictaduras.
Y seríamos el último, no sólo porque
caeríamos de más alto, sino porque perdiendo aquella superioridad, lo
perderíamos todo.
Otros países tienen territorio extenso, fuerza
material, riquezas naturales. Nosotros no tenemos nada de eso, que compensara,
por poco y mal que fuera, nuestra caída; somos un país de territorio
insignificante, en que, para sustituir o completar una industria casi única y
casi condenada, se necesitará aún más asegurada y más permanente la paz que en
cualquier otro.
Y, sin embargo, en los pocos años de
continuidad institucional; de respeto a la Constitución y a las leyes (por
imperfectas que puedan ser) de elecciones predominantemente libres, en lo
político, y de honestidad predominante en lo administrativo (dentro siempre de
la imperfección, de la insuficiencia, de la impureza que son inevitables en la
democracia, a tal punto que, como tantas veces lo he explicado, hasta hay que
hacerlas entrar en la teoría de la democracia, la cual no es prácticamente sino
la forma menos mala de gobierno); aun con tanta desventaja, y además de tantos
errores cometidos, y además todavía de tanta violencia y tanta inestabilidad
como hay en la idiosincrasia nuestra, hemos conseguido lo que hemos conseguido:
entre otras cosas, no figurar entre los países que más están sufriendo de los
presentes males mundiales. Pero, repito: para ello necesitamos aún más que
otros de la democracia y de la paz. Ese debe ser el punto de vista
nacional. Pero hay todavía otro punto de vista, y aún más alto. Comprometer esa
superioridad nuestra, es especialmente criminal, no solo porque esa
superioridad es espiritual, sino porque no es únicamente nuestra: nosotros, en
este momento, somos de toda América, porque somos ejemplo”. Este era Carlos Vaz
Ferreira en febrero de 1933.
Otra manifestación en este sentido, señor
Presidente, proviene de Justino Jiménez de Aréchaga, quien en 1949 publica una
nota en la Revista de Doctrina, Jurisprudencia y Administración, que se titula
“Panorama institucional del Uruguay a mediados del Siglo XX”. Aclaro que accedí
a ella por sugerencia del doctor Héctor Gros Espiell, que un día me dijo que
tenía que leer ese texto. Incluso, cuando pasó el tiempo, me volvió a preguntar
si lo había leído y le contesté que no, que no había tenido tiempo, por lo que
otro día volvió y me entregó la fotocopia del artículo para que efectivamente
lo leyera. Así lo hice y se lo agradezco hasta hoy.
La síntesis de esa extensa nota de Justino
Jiménez de Aréchaga, dice así: “Nuestro país es una comunidad en la que imperan
las ideas de igualdad y de libertad, en su concepción más depurada. Esto
es visible en las leyes, tanto como en la realidad social.
El poder político de nuestro pueblo es
efectivo y real, y se manifiesta en una verdadera democracia, en la cual el
sistema de representación proporcional es fiel exponente de los diversos
sectores de opinión. Esto es posible debido a que nuestro sistema institucional
se funda en la idea de que toda autoridad pública ha de ser eficazmente
contenida en el ámbito de competencia que le asigna el Derecho.
Pese a su perfectibilidad, el sistema
institucional de nuestro país hace de él un Estado excepcional, a la vez que
una de las Democracias más perfectas del mundo”.
No sé, señor Presidente, si los historiadores
y juristas de todos los países del mundo, al someter esto a su escrutinio,
rubricarían esta afirmación orgullosa de Justino Jiménez de Aréchaga, pero digo
que el Uruguay de aquellos años se sentía así y los hombres que hablaban por el
Uruguay de aquellos años se sentían así y en esas convicciones educaban y
formaban a las generaciones de estudiantes de Derecho que integraba, entre
otros, Enrique Tarigo.
Enrique Tarigo culminó sus estudios de
abogado y se recibió en el año 1953. Ese año fue también el de la publicación
de un libro que creo da muy bien el tono de la época y el clima que vivía el
Uruguay, un país que tenía y sentía el intenso orgullo de que era el campeón
del mundo, pues en 1950 habíamos conquistado el título en Brasil, en el estadio
Maracaná, en la que fue una jornada inolvidable. ¡Y vaya si el deporte ha
incidido y contribuido muchísimo a la formación de la sociedad nacional y a la
opinión que ella tiene de sí misma!
En 1953, Couture escribía su libro “La
comarca y el mundo”, en el que contaba sus viajes por distintos países y
cotejaba lo que había visto en el mundo con la opinión que él tenía de Uruguay
y de lo que constituía nuestro país. Hace una referencia a las diferencias que
existen entre los uruguayos sobre distintos temas y luego señala un punto de
coincidencia. Dice Couture: “Hay un punto en el cual existe conciencia formada
y es el relativo a la democracia como forma superior de convivencia humana.
Podrá haber a este respecto, desacuerdos de detalle, incluso sobre la forma de
entender la democracia. Pero sobre lo esencial hay entendimiento.
Este pueblo está convencido de que sólo se le
puede gobernar con el más amplio margen posible de libertad compatible con el
orden. No cree en el gobierno fuerte, porque la teoría del gobierno fuerte es
la teoría del individuo débil; gobierno fuerte e individuo fuerte son
incompatibles. El uruguayo ha preferido, a lo largo de su historia, respetar la
libertad, aunque para ello haya debido más de una vez sacrificar un poco de
autoridad. En la lucha entre el individuo y el poder, la tradición se ha
inclinado más frecuentemente del lado del individuo que del poder. Es éste un
país sin procesos por desacato, de gobernantes pobres y con una policía sin
injerencias en la vida privada”.
Esto lo decía, reitero, Eduardo J. Couture,
en 1953.
Creo que estas tres citas pintan, por lo
menos con trazo grueso, el panorama de lo que era el Uruguay de aquellos años y
cómo lo entendían y sentían los prohombres cuyo pensamiento y orientación
formaba a las nuevas generaciones. En esa convicción, en esas enseñanzas formó
su personalidad el doctor Enrique Tarigo.
La generación que él integró completó su
formación en esos treinta años que Ortega y Gasset, al estudiar las
generaciones, dijo que eran los años de formación, de asimilación de lo que ya
se conoce, de lo que se sabe; es la experiencia compartida en la sociedad en la
que uno nace.
Siguiendo el pensamiento de Ortega y Gasset,
digo que esa generación de los años treinta empezó su vida adulta, su plenitud,
en esa zona de fechas que se ubica alrededor de 1960. Ahí empieza Tarigo, como
tantos otros, su labor, su vida profesional y su actuación como docente de la Facultad
de Derecho y Ciencias Sociales. Comienza a dar clases de Derecho Procesal en
1957; como abogado, se dedica íntegra y apasionadamente a su profesión, y
constituye su familia: se casa con Susana Morador y de esa unión nacen cinco
hijos.
Durante esos años, que comienzan en 1960 –por
tomar una fecha como referencia– Tarigo trabaja, estudia, enseña, constituye su
familia y se mantiene por completo al margen de la actividad política, que
nunca sintió como propia. Él era un jurista, un hombre de Derecho, un abogado
que, efectivamente, tenía una filiación política notoriamente colorada –era
batllista de la Lista 15– pero no era, de ninguna manera, un militante ni un
dirigente; en aquel momento no ocupó cargos públicos en representación de su
Partido. Era un profesional universitario volcado, íntegramente, al ejercicio
de su profesión y al cumplimiento de su tarea docente, a la que dedicó
muchísimo tiempo y esfuerzo.
Muchas veces se ha dicho –y, por supuesto, es
cierto– que Tarigo era un hombre valiente e inteligente –estas facetas se han
destacado muchas veces–, pero hay que decir, además, que era un hombre
extraordinariamente laborioso y un trabajador infatigable que, en el curso de
estos años de actividad profesional, escribió varios libros y una cantidad
innumerable de artículos de doctrina y jurisprudencia en materia jurídico‑procesal.
Pues bien, a este hombre que desarrollaba así
su vida en el ámbito privado -completamente al margen de cuestiones políticas–,
le ocurrió que en 1973 tuvo que vivir el golpe de Estado, un quiebre abrupto en
aquel país democrático y de idealidad democrática en el que se había formado.
Por supuesto que esto no ocurrió de un día para el otro ni porque sí, sino que
hubo todo un proceso de descomposición económica y social y de violencia
política que, en definitiva, derivó en esos sucesos del año 1973. Pero lo
cierto es que en ese año se instaló la dictadura en el Uruguay y Tarigo pudo
haber pensado, perfecta y legítimamente, que la dictadura era un problema suyo
en la medida en que lo era de todos los ciudadanos de la República y no más que
eso. No tenía, en absoluto, ninguna obligación especial; nunca había ocupado
cargos públicos en representación de su Partido ni había sido elegido para
integrar órgano alguno, sino que era un ciudadano privado en un ciento por
ciento. Sin embargo, en esa circunstancia –la peor– sintió el llamado del deber
y creo que este es un concepto clave para explicar la personalidad y la vida de
Enrique Tarigo. Así como otros podrían definirse, quizá, por decir “yo quiero”,
“yo ambiciono” o “yo siento”, lo que definía a Tarigo era “yo debo”.
Era un hombre que sentía muy profundamente el
deber y eso lo escribió en alguno de los editoriales del semanario Opinar, que
no he podido encontrar. Recuerdo que escribió alguna frase especialmente clara
y elocuente, que un dirigente político de lo que fue “Libertad y Cambio” pintó
a mano en las paredes de un club en su barrio –en la calle 8 de Octubre y
Belén, como se llamaba en aquel entonces la calle Teófilo Collazo–porque le
pareció que merecía recordarse siempre. No recuerdo exactamente el texto de esa
frase –no lo pude encontrar– pero, más o menos, decía así: “El deber no se pesa
ni se cuenta ni se mide; el deber no se analiza en argumentos en pro y
argumentos en contra; el deber se cumple, sencillamente”. Ese era Tarigo.
En el año 1974 sintió que su deber era
empezar la lucha por el restablecimiento de la democracia y comenzó a escribir
en El Día de distintas maneras: como columnista, editorialista y autor de “sueltos”
en la página editorial. Desde julio de 1974 hasta noviembre de 1978 –estas
fechas surgen del prólogo de su libro “Los temas de nuestro tiempo”, donde
recuerda, con la precisión y el detalle que lo caracterizaban, cada una de sus
actividades en esa etapa en El Día– escribió una serie de columnas, de
editoriales y de “sueltos”, en los que enfrentó las ideas dominantes de la
época, explicando con claridad didáctica y sentido político, pero además, con
una enorme valentía, el abecedario democrático, republicano y liberal, en
aquellos años en que esos valores parecían eclipsados y podía temerse hasta que
ello fuera definitivo.
Tarigo escribió, y lo que en ese entonces
expresó fue recogido después en dos gruesos tomos de “Los temas de nuestro
tiempo”, donde se agrupan las notas presentadas en doce capítulos, que son los
siguientes: “Liberalismo”, “Derechos Humanos”, “Política”, “El mundo sigue
siendo ancho… pero ya no nos es ajeno”, “Judicatura y Abogacía”, “Algunos
perfiles humanos”, “Democracia”, “Libertad de Prensa”, “Economía”,
“Universidad”, “Sociedad” y “Los libros de las cuatro estaciones”. Estamos
hablando de un repertorio amplísimo de temas en los que demostró erudición, muy
sólida formación jurídica y capacidad didáctica propia de un docente de larga
experiencia.
Ahora bien, en aquellos años, cuando uno era
muy joven –18, 20 o 22 años–, leía esos artículos y le parecía lo más natural
del mundo que un profesor de Derecho escribiera esas cosas; valoraba,
precisamente, su claridad, erudición y capacidad didáctica. Pero si uno los lee
ahora, lo que valora y salta a la vista es el coraje, porque ¡había que
escribir todo esto en aquellos años!
Hay que tener en cuenta, además, que Tarigo
no era un hombre de fortuna –nunca lo fue–, sino un típico uruguayo de clase
media. Lo conocí personalmente y en alguna ocasión lo visité en los
apartamentos del Banco de Seguros que están al final de Tristán Narvaja, creo
que a la altura de Luis Piera, o por allí. Y en 1980, cuando andaba haciendo
las diligencias para fundar, junto a Luis Hierro, lo que fue el semanario
Opinar, se desplazaba en un Volkswagen Escarabajo del año 62; en aquellos años
no era raro usar autos viejos. Ese era Tarigo, un uruguayo que vivía en el
barrio Palermo, andaba en un Fusca del 62 y no tenía otro respaldo que su
profesión que, por cierto, ejercía brillantemente. Sobre esa tan endeble base
material se plantó ante el régimen de la época, escribió como escribió y actuó
como lo hizo. Visto desde la actualidad, ¡vaya si destaca y resplandece todo
ese coraje!
Desarrolló su prédica en el diario El Día,
pero además hizo otras cosas, porque era un universitario comprometido con la
idea de la universidad liberal en la que se había formado.
En 1975 le pidieron que junto a otros
colegas, los doctores José Arlas y Enrique Véscovi, se hiciera cargo de la
Fundación de Cultura Universitaria, pues se temía que cayera en manos de la
intervención de la Universidad y dejara de ser el centro de producción e
irradiación de la cultura jurídica liberal que había sido siempre. Tarigo
asumió esa tarea. Ese mismo año concurrió, con otros distinguidos
procesalistas, a la fundación de la Revista Uruguaya de Derecho Procesal –una
verdadera institución en el Derecho uruguayo, que algún día tendrá que recibir
el homenaje que merece por su invalorable aporte, durante tantos años, a la
cultura jurídica nacional– y siguió dando clases en la Facultad de Derecho
hasta que, como luego veremos, sintió que era su deber alejarse de ella.
En el año 1976 dictó su curso de Derecho
Procesal I; allí tuve la oportunidad de conocerlo personalmente. No salí
sorteado para integrar el cupo de los reglamentados, pero asistí como oyente.
Debo reconocer que no aprendí mucho en ese curso porque me ennovié con quien
después sería mi esposa –y hasta hoy lo sigue siendo–, y mi cabeza no estaba en
el Derecho Procesal, pero en aquellos años Tarigo daba clase con una capacidad
didáctica realmente extraordinaria.
Mientras tanto, seguía escribiendo en El Día,
donde asumió puestos de responsabilidad; incluso llegó a ser gerente de la
empresa y ocupó algún otro cargo que le aparejó las preocupaciones y las
contingencias que vivían los periodistas de aquella época. Recuerdo que en
algún momento –no puedo precisar la fecha exacta, pero por distintos indicios
sé que fue entre fines de octubre de 1977 y marzo de 1978–, como consecuencia
de su responsabilidad periodística, fue imputado del delito de “revelación de
secretos” y procesado. El episodio fue el siguiente. Desde 1977 estaba vigente
en el país el Acto Institucional n.º 8, que barría con la independencia del
Poder Judicial y establecía el Ministerio de Justicia. El titular de esa
Cartera –no vale la pena nombrarlo– se vio interesado en un proceso que se
seguía ante un Tribunal de Apelaciones en lo Civil, en el que era parte un
Consejo de Asignaciones Familiares dirigido a la sazón por un jerarca militar
particularmente autoritario. El Tribunal había dictado una sentencia que era
contraria al interés de la Caja de Asignaciones Familiares y el Ministerio de
Justicia le pidió explicaciones al Tribunal por la sentencia que había dictado.
Este, que estaba integrado por los doctores Frigerio, Mier Nadal y Addiego
Bruno, le contestó muy dignamente que ni siquiera del Acto n.º 8 surgía que el
Tribunal debiera informar al Ministerio de Justicia en materia de índole
estrictamente jurisdiccional, por lo cual no le daban las explicaciones que el
Ministro de Justicia pedía. La noticia se filtró a la prensa y llegó al diario
El Día, que publicó la resolución del Tribunal. Al otro día se presentó la
denuncia penal y desfilaron por los Juzgados Penales de la calle Misiones los
jerarcas de El Día y los Ministros del Tribunal.
Viví todo aquello porque era funcionario de
la Defensoría de Oficio en lo Criminal –por las dudas, aclaro que en la
Defensoría no me nombró ningún coronel sino, como era usual en la época, un
Ministro de la Corte, el doctor Marcora, que era amigo de un tío mío que
también había sido Juez; así fue como entré al Poder Judicial, en el último
grado del escalafón– y desde el despacho de los doctores Guillermo Nin y Carlos
Payssé, que estaba sobre la calle Misiones, pude ver a todos los que entraban a
los Juzgados Penales: la gente del diario El Día y los Ministros del Tribunal
de Apelaciones. Tarigo y Mier Nadal fueron imputados del delito de “revelación
de secretos” y procesados sin prisión, porque la figura era la del artículo 163
del Código Penal en la redacción de 1934, y se castigaba con suspensión en el
ejercicio del cargo público. Recuerdo que Tarigo ni siquiera quiso nombrar un
defensor, por lo que actuó el Defensor de Oficio; fue una actitud de desprecio
olímpico hacia aquel proceso que se le seguía.
Esto tuvo lugar entre fines de 1977 y 1978.
El proceso vino a terminar en marzo de este último año, momento en que la
intervención de la Universidad expulsó a varios profesores de la Facultad de
Derecho, entre ellos, los doctores José Arlas y Luis Alberto Viera, ambos
procesalistas. En solidaridad con ellos, el doctor Tarigo renunció a su cargo;
sintió que era su deber hacerlo y, como siempre, Tarigo cumplió con su deber.
El proceso que se le seguía se clausuró por razones de economía procesal, pues
no tenía sentido que siguiera un proceso que solo podía desembocar en la
suspensión de alguien que ya había renunciado a su cargo.
1978 fue un año de renuncias, porque más
adelante, en el mes noviembre, Luis Hierro López fue arbitrariamente cesado de
su cargo de Secretario de Redacción del diario El Día, y Tarigo, en solidaridad
con él, renunció al cargo que ocupaba en el diario. Sin embargo, no bajó los
brazos ni la guardia, sino que continuó con su prédica desde las columnas del
diario El Telégrafo, de Paysandú, que le ofreció su hospitalidad –¡vaya mi
homenaje a El Telégrafo por aquella disposición a acoger las columnas de Tarigo
en los peores momentos!– y también desde la revista Noticias, que apareció en
aquellos años y tuvo corta vida, y a cuyo frente estaba como periodista
profesional Danilo Arbilla, que fue quien invitó a Tarigo a escribir allí. Así
comenzó a hacerlo, generando algunos resquemores y rispideces por la manera
como escribía en aquellos años.
Las cosas llegaron a un punto de ruptura
cuando en 1980 el régimen comenzó a publicar las pautas constitucionales en
función de las cuales se pensaba elaborar una Constitución que sería
plebiscitada a finales de aquel año. Tarigo empezó a escribir en contra de las
pautas constitucionales y lo hizo de tal manera que un día aquel señor italiano
dueño de Noticias, presionado por el régimen –es cierto, lo presionaban a través
de la Dirección General Impositiva– decidió suprimir su columna. Tarigo se fue
de Noticias, y con él se fueron también Danilo Arbilla y los demás periodistas
profesionales que integraban el staff de la revista, entre los cuales estaba Hierro, si no recuerdo
mal. Se fueron todos.
Tarigo siguió escribiendo únicamente en El
Telégrafo de Paysandú. En aquella época, en que no había computadora personal y
mucho menos correo electrónico, escribía sus notas en la máquina de escribir y
él mismo las llevaba a la agencia Sabelin para que llegaran a Paysandú y fueran
publicadas en El Telégrafo. Fue entonces que, entre la gente que había
participado en Noticias y se había ido, así como entre otras personas
prestigiosas que estaban muy cerca –como por ejemplo el doctor Aníbal Luis
Barbagelata, que había estado en El Día con Tarigo, y el doctor Manini Ríos, a
quien también habían echado de la dirección de La Mañana–, comenzó a surgir la
idea de la publicación del semanario Opinar. Todo el proceso está muy bien narrado
en el libro de Luis Hierro López –Director y Redactor Responsable del
semanario– titulado “El pueblo dijo NO. El Plebiscito de 1980”; allí figura la
crónica de todos estos hechos en los que, si bien quisiera detenerme, no puedo
hacerlo porque me insumiría demasiado tiempo.
En aquellos meses de 1980 el régimen intentó
comunicarse o ponerse en contacto con los Partidos. En el Partido Colorado se
reunía periódicamente un grupo denominado “El Triunvirato”, que era la única
especie de autoridad o representación política que de hecho había en aquel
tiempo de prohibición general de la actividad política. El Triunvirato estaba
integrado por Jorge Batlle, Amílcar Vasconcellos y Raumar Jude. Como todos
ellos estaban proscriptos y no podían tener con el régimen contacto alguno, se
designa lo que luego se conoció como la Comisión de los Seis, es decir, un
grupo de seis ciudadanos colorados que iban a representar al Partido en las
conversaciones con la Comaspo. Tarigo fue uno de los integrantes de esa
Comisión, designado a propuesta del doctor Amílcar Vasconcellos; nunca había
integrado la 315 y no lo hizo después, pero Vasconcellos lo nombró porque veía
cómo escribía y cuál era su prédica contra las pautas constitucionales. Me
parece que ahí se da un hermoso símbolo de continuidad democrática, porque el
hombre de aquel febrero amargo del setenta y tres designa como su representante
a quien sería el portavoz y paladín del noviembre glorioso de 1980.
Tarigo integra esa Comisión y pasa a hacer
política activa en esas circunstancias tan difíciles, dejando de ser solamente
un periodista.
Las conversaciones duran muy poco y no sirven
absolutamente para nada; hay algún planteo político que el General Queirolo
rechaza con aquella frase que todos recordamos: “A los ganadores no se les
piden condiciones”. Así fue como terminaron las conversaciones y quedaron
tendidos los campos y el enfrentamiento entre el régimen que quería legitimarse
y perpetuarse y todos los que luchaban por el “NO”; de estos últimos, algunos
estaban proscriptos, otros inhabilitados y algunos más activos, pero en ese
momento se creó la ocasión para que una cantidad de gente joven que no tenía
ningún antecedente ni mérito empezara a actuar, por la simple razón de que no
había otros que pudieran hacerlo. En ese momento, entre otras agrupaciones, se
forma la Corriente Batllista Independiente, que nosotros integramos y que
realizó uno de los actos políticos de aquellos años en contra del proyecto en
el Cine Arizona. Anteriormente, ya se habían realizado otros dos en el Cine
Cordón, uno a cargo de la Coordinadora de la Juventud del Partido Colorado y
otro a cargo de la Juventud Nacionalista. Luego, como dije, se realiza este
acto por parte de la Corriente Batllista Independiente en el Cine Arizona.
La campaña se desarrolla con enormes
dificultades, porque todos conocemos los medios con que contaba la dictadura y
el despliegue propagandístico que hizo en los medios masivos de comunicación.
Quienes pensaban de otra manera enfrentaron grandes dificultades para poder
expresarse. Cabe recordar los obstáculos que debió enfrentar el semanario
Opinar, cuya primera edición no pudo circular porque un bando policial lo
impidió; recuerdo que para que pudiera ser distribuida hubo que apelar a un
General de la época, quien luego de la insistencia de Tarigo, decidió levantar
la prohibición. Finalmente, el primer jueves de noviembre de 1980, casi sobre
la fecha del plebiscito, Opinar pudo publicarse e iniciar su prédica por el
“NO”.
Desde el punto de vista de esta prédica por
el “NO”, el hecho más importante y memorable fue aquel debate televisivo del
viernes 14 de noviembre, que se realizó en el Canal 4, donde discutieron y
debatieron Tarigo y Pons Etcheverry por el “NO”, y Bolentini y Viana Reyes por
el “SI”. En esa instancia, dos cosas quedaron claras para la ciudadanía:
primero, que aquella Constitución que se pretendía imponer era absolutamente
contraria a todos los principios democráticos del país; y segundo, que el
tiempo del silencio había terminado y había espacio para que la gente se
plantara y dijera “NO” al régimen de facto de la época. La idea era que quienes
fueran a votar por el “NO”, pudieran decirlo en voz alta y sin temor. Creo que
ese fue el gran valor de aquel debate y destaco la gran significación del modo
en que Tarigo y Pons Etcheverry enfrentaron a sus contradictores de entonces.
Los argumentos, así como el sentir popular
–que se podía auscultar–, estaban a favor del “NO”, pero se iba contra una
dictadura, por lo que razonablemente se podía pensar que de un modo o de otro,
por las buenas o por las malas, terminaría ganando el “SI”. Ese temor existía,
y acerca de esto resulta muy ilustrativa una conversación entre Julio María
Sanguinetti y Manuel Flores Mora, que está narrada en el libro del primero
titulado “La Reconquista”. Allí, en un recuadro, Sanguinetti cuenta que en
vísperas del plebiscito, él y Flores Mora caminaban por 18 de Julio luego de
haber estado todo el día visitando a amigos y recorriendo boliches en un
intento por auscultar el sentir popular. Sanguinetti dice que sentía en
el estómago la tensión y el nerviosismo que precede a las grandes jornadas. En
un momento de esa conversación en que se preguntaban uno a otro cuál era su
parecer sobre lo que sucedería, Flores Mora dijo: “Mirá Julio, mañana sabremos
si hemos sido verdaderamente alguna vez la Suiza de América. Mañana sabremos
cuál es la verdad de todo esto.” Esta conversación no era simplemente un
acertijo electoral sobre si ganaría uno u otro. Se trataba de saber cuál era la
identidad nacional y si todo aquello que los profesores de la Facultad de
Derecho habían enseñado en los años cuarenta y cincuenta, todo lo que se venía
diciendo desde Vaz Ferreira, Justino Jiménez de Aréchaga y Couture sobre el
Uruguay de verdad, su calidad democrática esencial y su identidad democrática,
realmente era cierto. Se trataba de corroborar si efectivamente habíamos sido
así, si esos valores estaban arraigados en el alma popular o todo aquello no
había sido más que un espejismo, una fantasía o un producto circunstancial de
una coyuntura económica favorable, de un momento de bienestar pasajero,
alentado quizás por los triunfos deportivos, pero que carecía de verdadero
arraigo y sustento en el alma nacional.
Me interesa referirme a esto porque cada
tanto aparece alguien que, desde el ámbito periodístico, intelectual o
académico, pone en tela de juicio ese carácter consustancial de la democracia
con el Uruguay y señala los episodios de quiebre de la institucionalidad
democrática para negar que nuestro país sea, por vocación y destino, una
democracia republicana. Por mi parte, digo que las caídas existen siempre, en
todos los órdenes de la vida y para todas las naciones; la gran cuestión es si
luego de ellas es posible ponerse de pie, y Uruguay lo hizo en 1980, en aquel
plebiscito. En esa ocasión demostramos la fibra democrática, la integridad de
la convicción republicana y la hondura de la conciencia nacional galvanizada y
aglutinada en torno a los valores de la democracia y del Estado de Derecho. Eso
ocurrió pese a todas las circunstancias y a la adversidad, y fue lo que afloró
aquel 30 de noviembre de 1980.
La gloria eterna de Tarigo –más allá de los
cargos que luego ocupó y de todo lo que pueda decirse–, fue que en aquellos
momentos tan duros, difíciles y adversos, expresó con claridad el alma
nacional; fue el paladín de la República porque dijo lo que todos sentíamos y
tantos no podían decir. Se plantó y lo dijo, sin más respaldo que su
conciencia, el valor de su convicción y el sentido del deber que siempre lo
guió en la vida.
Luego vinieron otros cargos y
responsabilidades, tareas políticas que nunca quiso asumir porque no las
sentía. Esa es la verdad, y tan es así que al día siguiente de las elecciones
internas de 1982, en Opinar escribió un editorial anunciando la disolución de
“Libertad y Cambio”, porque sostenía que la agrupación ya había cumplido su
misión, que la tarea estaba realizada y que una vez constituidos los órganos
partidarios no tenía por qué haber agrupaciones ni sectores, de manera que
todos nos encontraríamos en la Convención para tomar allí, colectivamente, las
decisiones que correspondiesen. A quienes integrábamos el grupo nos sobrevino
una sensación de espanto inenarrable y con mucho esfuerzo logramos convencerlo
de que la tarea continuaba y había que seguir –lo que finalmente conseguimos–,
pero esa era su inclinación y talante, y posteriormente, una y otra vez
manifestó una tendencia a apartarse del ámbito político partidario. Esto llevó
a que en la campaña de las elecciones interna de 1989 –en la que su
precandidatura presidencial del Partido fue derrotada, triunfando de manera
categórica e inobjetable el doctor Jorge Batlle– se notara el disgusto y mal
humor de quien está haciendo algo que no siente o no quiere, y simplemente está
cumpliendo con lo que en aquella coyuntura entendió que era un deber, cuya
observancia le era reclamada por algunos de sus correligionarios. Lo cierto es
que no lo sentía, no le interesaba la política partidaria; lo suyo había sido
la defensa de las instituciones democráticas.
Tarigo nunca dejó de ser lo que esencialmente
fue siempre: un jurista, un cultor del Derecho, un hombre formado en la
disciplina del Derecho, que cuando vio comprometidas por una situación de facto
las instituciones en cuya admiración se había formado, sintió que su deber era
defenderlas, y así lo hizo. Cumplida esa tarea, su inclinación natural fue
volver a su ocupación profesional, a lo que le gustaba, y así terminó sus días,
como profesor de Derecho y abogado. Regresó al estudio, a la cátedra y continuó
escribiendo libros de Derecho Procesal, lo que siempre le gustó hacer.
El otro día, en la Casa del Partido Colorado,
la Secretaria General de nuestra colectividad, Martha Montaner, tuvo el acierto
de asociar esa actitud y esa conducta de Tarigo con la de aquel prócer romano
Cincinato, que luego de haber sido Cónsul y Dictador para enfrentar a un
ejército extranjero, volvió a cultivar su propio campo con el arado en la mano.
Es cierto; Tarigo era así: un republicano sin pretensiones, sin veleidades de
nada, un hombre sencillo y austero, que después de haber sido Vicepresidente de
la República –y aun siéndolo– se trasladaba en ómnibus o caminando. Ya
fatalmente enfermo, iba en ómnibus a la Universidad Católica a dictar clases, y
cuando actuaba de esa manera no sentía otra cosa más que el estar haciendo lo
que era natural en él, lo que había hecho toda su vida y no advertía razón
alguna para dejar de hacer.
Afrontó la enfermedad que lo llevó a la tumba
con la misma valentía con la que enfrentó tantas otras cosas en su vida. No voy
a detenerme en el relato del último encuentro que tuve con él porque temo que
la emoción pueda jugarme una mala pasada; simplemente voy a decir que siguió
manifestando la misma valentía de siempre hasta el final. En este sentido,
permítaseme recordar dos episodios más que ilustran precisamente este rasgo de
su personalidad.
En enero de 1984, ya con el final de la
dictadura a la vista –aunque todavía estábamos en régimen de facto, tanto que
pocos meses antes se había producido el asesinato de Roslik–, fue requisada una
edición de “Opinar” en la que se iban a publicar dos cartas de lectores, una de
dos uruguayos que residían en Francia y reclamaban su pasaporte porque no
podían viajar por el mundo ni volver al país, y otra de una mujer que reclamaba
por un pariente desaparecido. “Opinar” pretendió publicar esas notas pero le
requisaron la edición y Tarigo, en un arrebato que lo pinta de cuerpo entero –a
pesar de ser tan cerebral y razonador, también era un hombre de pasión y de
arrebatos en algunos momentos–, decidió que igual iba a publicar lo que quería,
y para hacerlo, se le ocurrió escribir lo que él llamo el “primer samizdat uruguayo”. “Samizdat” es
una palabra que quizás pocos conozcan porque cayó en desuso, pero era el
término con el que se designaban los medios de expresión utilizados por los
disidentes soviéticos que, naturalmente, no podían publicar sus opiniones en la
Unión Soviética y que se valían de estos correos, de esta prensa clandestina,
para decir lo que pensaban. Tarigo, deliberadamente, dijo que este era el
primer samizdat uruguayo porque el régimen no le dejaba publicar lo que
quería. Entonces, en una hoja escrita a máquina –que después fotocopiamos;
tengo aquí una de esas piezas firmada por él– explica que le habían confiscado
la edición de “Opinar” el día jueves 26 de enero de 1984, y expresa: “Frente a
ello debo decir: 1.- La primera de dichas cartas, enviada desde Lyon, Francia,
era suscrita por dos exiliados uruguayos que dicen haber sido detenidos en el
año 1971 bajo el régimen de ‘medidas prontas de seguridad’ y haber salido del
país haciendo uso de la opción que a ese respecto otorga el inciso 17 del
artículo 168 de la Constitución de la República”. Y continúa con el contenido
de esa carta. Luego señala:
“2.-
La segunda de esas cartas nos fue enviada desde Hungría por la esposa de un
uruguayo que figura en el segundo lugar de una lista de 17 personas
desaparecidas, que fue publicada recientemente por el diario ‘El Día’ y por
varios semanarios según nuestro recuerdo. Esta señora relata las gestiones que
cumplió en el país desde 1975 hasta 1979 y las que realizó de esa fecha en
adelante ante el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas” y sigue con
una serie de consideraciones a ese respecto. En el penúltimo numeral de este samizdat Tarigo expresa: “4.- El Teniente Coronel del ES.MA.CO que
me comunicó telefónicamente la decisión de requisar la edición de OPINAR si no
me avenía a sustituir la página 23 –reimprimiendo íntegramente la edición– me
informó que uno de los firmantes de la primera carta –no así el otro– había
sido un sedicioso y que el marido de la señora firmante de la segunda no es un
desaparecido sino que vive actualmente en Hungría. No discuto ni uno ni otro
hecho porque, naturalmente, carezco de toda información a ese respecto.
Simplemente pregunto: ¿Por qué si el primero era un sedicioso no fue procesado
y condenado y sí solamente arrestado en régimen de ‘medidas prontas de
seguridad’ permitiéndosele salir del país? Y, aunque lo hubiera sido, ¿por qué
no puede, 12 años después, publicar una carta para pedir su pasaporte y decir”
–como decía la carta en cuestión– “que detesta la violencia? ¿Por qué, si el
marido de la segunda se sabe que vive en Hungría no se dio esa información
cuando, recientemente, se publicó una lista de 17 desaparecidos en la que esa
persona figuraba en 2.º lugar?
5.- Por fin: ¿por qué sobre todo esto no se
ha de poder hablar y escribir en el país, dándose en cada caso la información
que corresponda y desmintiéndose los datos que sean falsos si es que lo son?
Mientras se siga aplicando la mordaza de la
censura de prensa, lo único que se logrará es que la opinión pública no crea a
quienes no saben dar razones o explicaciones, sino, simplemente, cumplir actos
de fuerza, como sin duda lo es éste de confiscar, por segunda vez en dos
semanas, las ediciones enteras de OPINAR.
Sin libertad de prensa, sin libertades, el
Uruguay no podrá, jamás, construir su futuro. Si el gobierno y las Fuerzas
Armadas –a las que el gobierno representa y compromete– no han entendido esto,
no han entendido nada”.
Ese fue el samizdat que se distribuyó de mano en la Plaza Cagancha. En esa
ocasión fui uno de los ocasionales canillitas, y recuerdo exactamente ese
momento porque era el día en que había acordado con mi novia ir al Registro
Civil a anotarnos para casarnos. Pero me llamaron de lo de Tarigo, quien nos
convocaba para informarnos de la situación, luego de lo cual todos decidimos ir
a la Plaza Cagancha. En aquella época en que no se usaban los celulares ni
cosas por el estilo, llamé por teléfono a mi novia para avisarle que no podía
ir al Registro Civil porque iba a vender diarios con Tarigo en la plaza.
Obviamente, dicho así y escuchado de esa manera, provocó la reacción imaginable
del otro lado. Luego le expliqué de qué se trataba y, finalmente, pude cumplir
porque la reacción popular nos superó y creo que en diez minutos no nos quedaba
ni una copia del primer samizdat uruguayo; había salido en todos los medios de prensa, en
la radio, en los canales de televisión. La jornada fue todo un éxito y ese día,
efectivamente, pude anotarme y me casé dos meses después.
Esta actitud de Tarigo de salir a enfrentar
lo que fuera, cumpliendo con lo que entendía era su deber, esta actitud
demostrada y probada, es lo que da valor y realce a las palabras que pronunció,
señor Presidente, cuando asumió el cargo que hoy usted ocupa. Y desde ese
sitial, en la primera exposición que hizo como Presidente del Senado en la
reapertura democrática, señaló, entre otras cosas, lo siguiente: “Quiero decir,
simplemente, en mi calidad de Presidente de estos dos Cuerpos legislativos, que
si un día –Dios no lo quiera así–, la prepotencia de la fuerza se alzara
nuevamente contra ellos habré de defender su dignidad y con ella la
Constitución de la República con un arma en la mano y no habré de salir de este
recinto sino muerto.
En el día de hoy he guardado, en un cajón del
escritorio de la Presidencia del Senado, un revólver y una pequeña caja de
balas; un revólver que debí adquirir hace ya muchos años, catorce o quince
años, cuando las autoridades policiales de la época –antes del golpe de estado–
me informaron del hallazgo, en uno de aquellos escondites, que en su época se
denominaban ‘Berretines’, de una serie de datos sobre mi persona, mi domicilio,
mi cargo de abogado de una institución a la que he tenido el honor de prestar
mi asesoramiento durante muchos años, antes y después de aquel episodio, y que
hacían temer la posibilidad de la preparación de un atentado contra mi persona;
un revólver y una pequeña caja de balas que, felizmente, jamás tuve necesidad
de utilizar.
Naturalmente, no se me escapa que esos
instrumentos habrán de ser absolutamente ineficaces contra el malón, si éste se
desatara, alguna vez en este quinquenio, contra las instituciones.
Pero quiero afirmar, sí, que ese revólver y
esas pocas balas, la última de las cuales dispararé contra mí mismo, estarán
destinadas a ser la última defensa, si no de la integridad, sí de la dignidad
republicana, democrática y representativa del Parlamento Nacional.
Comprendo perfectamente que estas son cosas
no para decirse, sino para hacerse.
Pero creo que en la especial coyuntura que
vive el país no está mal que se digan también. Y tengan ustedes la certidumbre
absoluta de que, si el caso se diera, habré de ajustar mis actos a mis dichos”.
Yo creo que nadie que haya conocido al doctor
Tarigo puede dudar ni por un instante de que habría ajustado, rigurosamente,
sus actos a sus dichos. A este hombre le rendimos homenaje hoy.
Demostró al país entero con su prédica, con
su acción, como también en aquella jornada histórica de 1980, que la democracia
no es acá un artefacto postizo, un maquillaje de circunstancia. Demostró que el
alma de la República está consustanciada con los valores de la democracia y del
Estado de Derecho. Y demostró también que para que esos valores sean los que
rijan la convivencia nacional, no alcanza con proclamarlos, con soñar con
ellos, sino que es necesario luchar y trabajar por ellos. En esa lucha y en ese
trabajo que ha de ser de todos los días, el ejemplo de los prohombres que ha
tenido este país ha de servirnos como guía y como ejemplo. Y es por eso que
tengo en mi despacho, como única fotografía que engalana las paredes, la del
doctor Enrique Tarigo, quien me señalara siempre el camino del deber.
Muchas gracias.
(*)
Abogado. Senador de la República (Vamos Uruguay- Partido Colorado)
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