Nuestro
país acaba de apoyar en la Unión Internacional de Telecomunicaciones la
aprobación de un tratado en el que se impulsa el control de Internet. No fue el
único: China, Rusia, Cuba, Venezuela y Argentina, entre otros, también lo
hicieron. En este caso vale aplicar aquella certera máxima que la sabiduría
popular transformó en axioma: “Dime con quién andas y te diré quién eres”.
En su libro, “La Tierra es plana. Breve
Historia del mundo globalizado del siglo XXI”, el periodista Thomas Friedman
señala que el acceso libre a la información es una de las fuerzas que
“aplanaron” al planeta en los últimos años, aunque –aclara- no todas las
regiones del globo participan del mismo modo, ni en igualdad de condiciones.
Para ilustrar este hecho cuenta que en la sede central de Google en Mountain
View, California, “hay un globo giratorio que emite rayos de luz en función del
volumen de gente que está buscando información en Google”, y, como cualquier
persona mínimamente informada puede imaginar, “la mayoría de los haces de luz
salen de Norteamérica, Europa, Corea, Japón y la costa de China. Oriente Medio
y África –en cambio- permanecen bastante oscuros”.
No es casualidad que estas zonas del
planeta permanezcan a “oscuras”; tampoco lo es que algunos de los países que
acompañaron esta desdichada iniciativa quieran sumárseles.
Alambrar Internet, ponerle puertas y
candados, regular sus contenidos y limitar el acceso de las personas al inmenso
cúmulo de información que allí confluye y se intercambia de manera casi
anárquica es el sueño de los totalitarios del siglo XXI. Como en la obra de
Orwell, fantasean con un mundo sometido a un Gran Hermano que todo lo ve, todo
lo oye y todo lo controla. Lo que Huxley llamó, irónicamente: “un mundo feliz”.
Sueñan con un "hombre nuevo"
sin capacidad de discernimiento, alimentado a base de verdades oficiales,
eslóganes y consignas. Un perfecto idiota capaz de repetir –sin discutir, ni
poner en duda- lo que le dicen que repita. Un tarambana dócil, maleable,
incapaz de valerse por sí mismo y menos que menos rebelarse ante el dogma. Un
hombre-masa. Un número.
Claro que las razones que invocan son
nobles, al menos en apariencia, y atienden, por lo general, a la protección del
interés colectivo, el respeto del honor de las personas, la salvaguarda de los
derechos de propiedad intelectual y el manejo responsable de la información. Es
fácil advertir, sin embargo, que para algunos de quienes hacen gárgaras con
estas invocaciones grandilocuentes no se trata de otra cosa más que de un
puñado de excusas que esgrimen para encubrir lo que en verdad sienten: un
profundo miedo a la libertad.
Internet no necesita tutores, censores
ni mesías. Necesita cibernautas libres, educados y conscientes de sus derechos
y obligaciones. Nada más. Pero ese, por lo visto, no parece ser el interés de
todos.
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