Allá
por agosto de 2010 escribí estas líneas que me permito compartir con ustedes
una vez más. Dos años después, las intenciones se mantienen intactas, pero los
hechos brillan por su ausencia. Algo bastante habitual en un gobierno retórico
como el actual, acostumbrado a construir realidades (imaginarias) desde el discurso
pirotécnico de sus capitostes. Es probable que con la próxima reapertura del
Mausoleo de Artigas, vuelvan a las andadas. Como lo hizo Tabaré Vázquez sobre
el final de su período. Ya sabemos que el prócer tanto da para una humareda de
ocasión como para refundar la República.
Parafraseando al filósofo Paul Tillich,
vivimos en “la era de los símbolos rotos”. Cada uno toma el fragmento que más
le gusta (o más le conviene) y hace con él un relato a su medida. Así fue
siempre. Por ejemplo, con Artigas.
En países adolescentes
como el nuestro, el símbolo inaugural es un héroe. Una suerte de
padre-fundador. Un genio esclarecido. Un militar valeroso. Un pensador
profundo. Un conductor de masas. O todo eso junto. ¿Casualidad? No, para nada.
Un símbolo jamás es fruto del azar sino de un propósito que le da sentido. Del
mismo modo, su fragmentación tampoco es casual.
Si
uno presta atención a nuestra pretenciosa historia patria (con poco más de un
siglo y medio de vida independiente no se justifica el uso de las mayúsculas),
descubrirá que sucesivas oleadas de historiadores “construyeron” el Artigas que
cada generación o facción precisó o creyó precisar, transformándolo, con el
paso del tiempo, en una especie de cebolla de interminables capas simbólicas.
De algún modo, el pobre Artigas se convirtió en un recipiente de contenido
variable. Una especie de prócer a la carta. Algo bastante comprensible para una
confederación de sectas como la nuestra.
Su
derrotero como símbolo es, por cierto, bastante singular. Al principio se lo
silenció, después se lo rescató de la “leyenda negra” acuñada del otro lado del
río y finalmente se lo entronizó como héroe nacional. Ya en el pedestal, se
tejieron en torno a él dos leyendas de muy diverso signo. Primero, la
denominada “leyenda celeste” elaborada con unción patriótica por la excepcional
“Generación del 900”. Sobre la base de que no hay nación sin un pasado en el
cual reconocerse e identificarse y, al mismo tiempo, diferenciarse de las
naciones vecinas, así como de la imperiosa necesidad de “integrar” a ese
incipiente imaginario colectivo a la masa de inmigrantes que convergía en nuestras
costas, Juan Zorrilla de San Martín, Eduardo Acevedo Díaz, Juan Manuel Blanes,
entre muchas luminarias de la época, se volcaron a la construcción del héroe
patrio. Una figura que, equidistante de blancos y colorados, pudiera aglutinar
a unos y a otros en su adoración cuasi-divina. Así se desarrolló una barroca
liturgia republicana que el tiempo fue erosionando hasta transformar en una
parodia de aquella. Con el paso de los años, Artigas, el símbolo, el
Padre-fundador, quedó reducido a una mención políticamente correcta en los
discursos oficiales. A lo sumo, a una alcancía del Banco República. O sea, a un
símbolo vacío.
A
mediados del siglo XX se forjó la segunda leyenda: la llamada “leyenda roja”.
Desde la trinchera del materialismo histórico, Artigas fue arrebatado a las
“clases dominantes” y despojado de sus tintes “conservadores”. Pasó a ser
reivindicado por su condición de caudillo rural y reformador social interesado
en el bienestar de “los más desposeídos y sojuzgados”. Algunos vieron en él a
un precursor del socialismo europeo. A una suerte de revolucionario
pre-guevarista. Una locura, sin dudas, pero en el marco de la Guerra Fría y la
búsqueda de “bases históricas” para la implantación del modelo comunista en
estas tierras, todo servía. Incluso forzar categorías y colgarle a Artigas
ideas e intenciones que no le pasaron jamás por la cabeza.
De
la época de la “leyenda celeste” data la imagen que por decreto de 1950 preside
(o debería presidir) todas nuestras dependencias públicas. Me refiero al retrato
de Juan Manuel Blanes en el que Artigas aparece de brazos cruzados, enfundado
en la chaqueta azul de los Blandengues con la Puerta de la Ciudadela como telón
de fondo.
Por
estos días, nos enteramos que el futuro presidente de los orientales, José
Mujica, tiene pensado cambiar esa tradicional imagen por otra. Según señaló
(simbólicamente) en la Casa Rosada, luego de entrevistarse con la Sra. Cristina
Fernández de Kirchner, su presidencia estará identificada con José Artigas y
que para ello el logo de su gobierno será “un viejo retrato, el único que hay,
hecho a lápiz por Bonpland”. Más allá del debate en torno a si fue realizado
por Bonpland o por Demersay, hay que destacar que se trata del “único retrato
hecho del anciano caudillo cuando vivía sus últimos años en la quinta de los
López en Ibiray, data al parecer de 1846, cuando contaba con 82 años”, según
señala Ana Ribeiro en “Los tiempos de Artigas”. Al parecer, esa sería la
característica que justificaría su utilización como “símbolo” del futuro
gobierno: su fidelidad al personaje real y no a la imagen tradicional, de
atuendo militar y acartonamiento burgués.
Ahora
bien, ¿sólo por eso “adoptaremos” este retrato como la nueva imagen oficial del
prócer? Para mí, no. Quizás envalentonado con la comparación del embajador
ascendido a procónsul Hernán Patiño Mayer, el Pepe quiere parecerse a su tocayo
más famoso y busca emparentar su propia imagen con la de un Artigas anciano,
reposado y sabio. Una suerte de identificación subliminal como la que ensayó
Blanes a través de su cuadro “La Revista de 1885” cuando puso a espaldas del
general Santos en plena Plaza Independencia una estatua ecuestre de Artigas
que, como se sabe, no existía.
Si
bien le gustaría reivindicar el “Artigas rojo”, optó por un espejo simbólico
más sutil y engañoso.
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