A comienzos del año 2010, el
presidente de Venezuela, Hugo Chávez, celebró el undécimo aniversario de su
llegada al poder con uno de esos actos a los que nos tiene acostumbrados:
aparatoso, unipersonal, interminable... Con el telón de fondo de una crisis
energética sin precedentes y la oposición y los estudiantes protestando en las
calles, el émulo de Simón Bolívar anunció en aquel momento que estaba dispuesto
a permanecer once años más en el gobierno “si el pueblo lo quiere”, y, haciendo
gala de sus dotes de vidente, pronosticó que su “revolución” durará “900 años”.
"Burgueses, sigan resistiendo
que les faltan 900 años nada más. Más nunca volverán los oligarcas a gobernar a
Venezuela, más nunca volverán los yanquis a gobernar a Venezuela", aseguró
el amigo caribeño de nuestra izquierda criolla.
Y aunque no estaba claro si se
trataba de una promesa o de una amenaza, a nadie le cupo duda –por lo menos a
aquellos que le prestan atención- que el comandante Chávez había bajado varios
decibeles desde su última comparecencia pública. Pocos días antes, había
señalado que “se requiere que la revolución bolivariana siga gobernando
Venezuela hasta el año 3485”. En esta ocasión, le restó de un plumazo 587 años
a su cálculo inicial. ¿Por qué?... ¡Vaya uno a saber!
El universo retórico del comandante
Chávez es insondable. Para comprender al personaje no hay que reparar en sus
palabras sino en sus actos. Sus exabruptos y bravuconadas son apenas un pálido
reflejo de sus dislates como gobernante. Prueba de ello es su reciente oleada
de estatizaciones (desde supermercados “díscolos” hasta edificios del centro
histórico de Caracas). Un despropósito sólo entendible en el marco de su
delirante “socialismo del siglo XXI”.
Karl Popper decía que la
democracia es el único sistema en el que el pueblo puede deshacerse
pacíficamente de sus gobernantes. ¿Cómo? A través de las urnas. Cuando esto no
es posible, como notoriamente sucede en Venezuela, donde la gente vota pero no
elige, hablar de democracia es un exceso verbal.
Si no hay respeto por la
Constitución que el mismo gobierno hizo y rehízo a su antojo, si se descalifica
y hostiga a la oposición política, si se persigue a las organizaciones sociales
críticas del régimen y a los medios independientes y además se coarta la
libertad de expresión de los ciudadanos, ¿estamos frente a una democracia de
verdad o a una dictadura disfrazada de tal? La respuesta es obvia.
Por desgracia, este no es el
primer caso de caudillismo autoritario que registra nuestra época. No hace
tanto, un señor ampuloso, amante de las charreteras y de los discursos
grandilocuentes, que a caballo del voto de sus conciudadanos accedió al poder y
luego los condujo hacia el despeñadero, también aspiraba a que su régimen
durara mil años. No tuvo suerte. A los doce años cayó víctima de su propio
mesianismo. Duró, apenas, cuatro años más que los que lleva el comandante
Chávez.
¡Ah!, me olvidaba, su nombre era
Adolfo Hitler.
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