Nos pareció un buen gesto de la señora
presidenta de la Argentina que días pasados anunciara su llegada a Montevideo
al acto inaugural de una planta de combustibles de la empresa estatal Ancap.
Cuando mediaban tantas dificultades, caía bien su actitud. El proveedor de la
planta era una empresa argentina, de modo que también se ofrecía un buen
momento para agradecerle al Uruguay ese acto de confianza. Desgraciadamente,
todo se dio al revés. La señora presidenta, en vez de agradecer, se lanzó
retóricamente a enorgullecerse de la "inversión" que hacía la
Argentina, cuando era exactamente lo contrario, desnudando así que ni siquiera
se había tomado el trabajo de preguntar a qué venía. Para completar el
escenario, llegó acompañada de una barra brava, con bombo incluido, que
transformó una ceremonia oficial, a la que estaban invitados representantes de
todos los partidos políticos uruguayos, en una liturgia kirchnerista,
rechinante con nuestros hábitos.
Realmente dejó un sabor amargo. Reveló falta de respeto.
Pero esa escenificación grotesca encubre asuntos realmente de fondo, que no
logran resolverse y vienen generando en la opinión pública uruguaya un
creciente sentimiento de crítica a nuestro presidente por su condescendencia en
el manejo de la relación bilateral.
En lo comercial, estamos en niveles bajísimos y sujetos a
las arbitrariedades unipersonales conocidas, que han significado la pérdida de
miles de empleos. El año pasado Uruguay importó 1982 millones desde Argentina y
exportó solamente 520. En el primer semestre sigue la tendencia negativa:
importó 919 millones y exportó apenas 249. Esas exportaciones argentinas son el
2,3% del total de sus ventas, pero las compras al Uruguay apenas llegan al medio
por ciento del total. ¿Pueden merecer tanto celo?
En la administración del condominio sobre el Río de la
Plata, abruptamente salta un proyecto para construir un nuevo canal para el
puerto de Buenos Aires, que dícese -sin demostración- haber sido autorizado por
Uruguay hace siete años, cuando esta idea se planteaba juntamente con la de
llevar el canal Martín García al mismo nivel de profundidad. Por cierto, esto
último no ocurrió y el planteo se transforma así en una frontal competencia,
heredera de la vieja lucha de puertos que ya en tiempos coloniales generó
tantos entredichos entre Montevideo y Buenos Aires.
En lo que refiere al otro río, el Uruguay, se sigue
penando por respuestas que ya no se deberían esperar más. Se planteó, hace seis
años, ampliar instalaciones en el puerto de Nueva Palmira. Conforme al tratado,
hay que informar y en 210 días queda cumplido el trámite. A partir de allí,
ninguno de los socios requiere el consentimiento del otro. Sin embargo, una y
otra vez la delegación argentina ha preguntado, la uruguaya respondido, la
primera repreguntado y así, entre idas y venidas, se siguen postergando
inversiones imprescindibles.
Ni hablemos del caso UPM (ex Botnia). La delegación
argentina en la Comisión Administradora del Río Uruguay se ha negado a divulgar
los resultados de los análisis internacionales de las aguas residuales de la
planta. Se sabe, por lo mismo, que no hay problema de contaminación. En ese
contexto, la fábrica pide ampliar su producción de 1.000.000 a 1.300.000
toneladas anuales y se desata la tormenta de siempre: el grupo movilizado de
Gualeguaychú se opone a todo, no alega razón alguna salvo la afirmación
temeraria de una contaminación no probada, la Cancillería argentina anuncia que
será "inflexible" y todo queda estancado.
Luego de la sentencia de la Corte Internacional de
Justicia de abril de 2010, está claro que Uruguay debe cumplir el régimen de
consulta de los artículos 7 al 12 del estatuto, tan claro como que, cumplido el
trámite, Argentina no puede impedir una construcción en Uruguay.
Nuestro presidente sigue apelando a la buena voluntad,
pero no encuentra del otro lado sino intransigencia, poco respeto y una actitud
inexplicable frente a una economía como la uruguaya, diez veces menor a la
Argentina. El presidente Mujica dice que él no va a "pecherear" a la
Argentina y nadie se lo está pidiendo. Entre "pecherear" y mansamente
subordinarse, media el vasto espacio de una diplomacia inteligente, que incluye
incluso informarle a la opinión pública argentina-siempre muy respetuosa para
con su vecino- de lo que está ocurriendo. La situación no puede ser peor y así
lo definió días pasados el ex presidente Lacalle, en juicio que comparto.
Ya sabemos que estos asuntos no están hoy -como hace cien
años- en manos de Roque Sáenz Peña o Gonzalo Ramírez, así como del extrañado
Barón de Río Branco, nunca indiferente, desde el Brasil, para cualquier
problema en el Plata. Aun así, es tan inexplicable la intransigencia de la
administración argentina como la mansedumbre de la nuestra.
(*)
Abogado. Ex Presidente de la República
Fuente:
La Nación
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