En
el Uruguay hay gente que cree –vaya uno a saber por qué- que tiene derecho a
llevarse el Derecho por delante. La expresión es contradictoria, porque mal
puede invocarse un derecho en particular si no se reconoce el orden jurídico
general –el Derecho, con mayúscula- del que ese derecho particular forma parte.
Pero la lógica es lo de menos, para quienes están convencidos de que sus
convicciones los habilitan para hacer cualquier cosa, aunque sea contra la ley
o el derecho de los demás.
Ayer, un grupo de doscientas o
trescientas personas desfiló por las calles del centro de Montevideo para
manifestar su protesta contra ciertos procedimientos policiales, así como
contra el pedido de procesamiento de siete participantes de la asonada de
febrero contra la Suprema Corte de Justicia (“Tocan a uno, tocan a todos”,
decían algunos de los carteles). Hasta ahí, todo bien; las protestas ciudadanas son parte del
funcionamiento normal de la democracia. Pero las cosas no quedaron ahí. Algunos
de los manifestantes, usando capuchas o pasamontañas para ocultar sus rostros,
pintarrajearon la fachada del Palacio Santos (sede del Ministerio de Relaciones
Exteriores) y de algunos locales comerciales. Luego, al llegar frente al
Ministerio del Interior, derribaron las vallas que se habían instalado para
cerrarles el paso y lanzaron piedras e insultos contra los policías que
custodiaban el lugar. Algunos periodistas quisieron fotografiar o filmar los
sucesos, lo que generó roces con los manifestantes, que pretendieron
impedírselo. Un automovilista se cruzó con el grupo y se llevó de recuerdo una
“A” (de anarquía) grafiteada sobre el capot de su vehículo.
Hechos menores, se dirá, y es cierto;
pero no se les puede considerar aisladamente. Hace unos meses, un festejo
deportivo en el centro de la ciudad fue ocasión para que otros manifestantes
(¿o los mismos?) destrozaran vidrieras, saquearan locales comerciales y
penetraran violentamente en el llamado “Palacio de los Tribunales”, situado
frente a la sede de la Suprema Corte de Justicia. Y en el mes de febrero, fue
el propio edificio de la Corte el que fue ocupado por quienes, en protesta por
el traslado de una jueza, impidieron de hecho durante más de dos horas la realización
del acto en el que iban asumir sus cargos varios magistrados; mientras los
iracundos vociferaban e impedían que la Suprema Corte de Justicia ejerciera sus
funciones, los ministros del órgano jerarca del Poder Judicial se encerraron en
una sala del Palacio Piria, temiendo por su integridad física mientras
esperaban la llegada de la Policía.
Cuando ocurrieron los hechos recién
mencionados, muchos esperamos que la Justicia penal actuara de inmediato,
llamando a responsabilidad a sus protagonistas. De inmediato no fue, pero
finalmente la Justicia actuó y el fiscal del caso pidió el procesamiento de
siete personas por el delito de atentado, según informó la prensa.
Hace unos días, cuando esas siete
personas prestaron declaración nuevamente ante la jueza actuante, el fiscal
asistió a la audiencia; tanto al entrar como al salir de la sede judicial fue
soezmente insultado por la “hinchada” de los imputados, que fue precisamente la
que desfiló ayer por el centro de Montevideo. Y cuando un vehículo policial,
que según se dijo transportaba a un detenido por otra causa, quiso ingresar al
edificio de la calle Misiones (procedimiento de rutina), esa misma “hinchada”
se lo impidió, festejando luego ruidosamente su triunfo sobre la “fuerza pública”,
por llamarla de algún modo.
Mientras tanto, se alzaron algunas
voces para censurar a la represión policial, al Ministerio del Interior y al
fiscal (a la jueza todavía no la insultaron, porque aún no dictó resolución; ya
veremos después que lo haga…). Hay quienes creen –o fingen creer- que la
invocación de una finalidad de protesta es una nueva causa de justificación, al
amparo de la cual ninguna conducta es delito. Con esa manera de razonar, el
dueño de una casa tiene que soportar que los “grafiteros” le enchastren una
pared recién pintada, los transeúntes y automovilistas tienen que tolerar que
un piquete les impida el tránsito por una calle, y la víctima de una rapiña
debería pensar que, en realidad, no fue víctima de un delito sino colaborador
involuntario en una operación de redistribución del ingreso…
El derecho de cada uno termina allí
donde empieza el derecho de los demás, y los derechos de todos solo pueden
coexistir en el marco de la ley. Cuando algunos decidieron desconocer y hollar
estas verdades sencillas y fundamentales,
décadas de desgracias y sufrimientos cayeron sobre nuestra sociedad. Hoy
hay quienes piensan que cuando se juntan, se encapuchan y blanden un garrote o
un cascote, no sólo están por encima de la ley sino que pueden imponerle su ley
a los demás.
Que piense cada uno lo que quiera, pero
los actos ilícitos deben ser firmemente contenidos y, si corresponde,
sancionados. Para asegurar los derechos y la tranquilidad de todos, se debe
aplicar la ley.
Una respuesta oportuna y firme de las
instituciones, evitará males mayores. Por el contrario, una mal entendida
tolerancia podrá verse como debilidad y ambientará la reiteración y el
agravamiento de las transgresiones.
No le demos más vueltas al asunto,
porque esa es la cuestión.
(*) Abogado. Senador de la República
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