Desde
hace varios años, ya no recuerdo cuántos, algunos ciudadanos identificados con
los Partidos Tradicionales, y otros sin filiación partidaria alguna, venimos
reclamando –la mayoría desde el llano- que blancos, colorados e independientes
coordinemos esfuerzos, prioricemos nuestras coincidencias –que son muchas- y
construyamos una alternativa al Frente Amplio. Me refiero, claramente, a un
Frente Liberal que vele por la salud de nuestras instituciones, que nos asegure
la alternancia democrática y que defienda nuestra soberanía de las hermandades
barriales que la acotan y comprometen de cara al futuro. Nada demasiado
original, por cierto, pero –a la luz de los hechos- algo cada día más urgente y
necesario.
Hasta ayer nomás, éramos –según los
detractores de esta idea y los catones de siempre- un puñado de traidores, una
runfla de malos colorados y blancos que merecíamos ser crucificados en la plaza
pública, fusionistas de la peor calaña que aspirábamos a formar el “Partido
Rosado” (calificación cargada de homofobia que la izquierda supo atizar con
astucia y picardía), y no sé cuántas cosas más.
Ya lo dice el manual: es más fácil
descalificar una idea por lo que no indica, mediante falacias o lisa y
llanamente tergiversando sus fundamentos, que esgrimir argumentos capaces de
rebatirla. Claro, cuando intelectualmente se dispone apenas de un arco y dos o
tres flechas, o, a lo sumo, de un par de piedras, pedir argumentos es una ingenuidad.
Una verdadera utopía.
Hasta donde yo sé, nadie habló nunca de
fusión ni mucho menos de renunciar a nuestras tradiciones partidarias, de las
cuales blancos y colorados nos sentimos orgullosos. Sí de darnos un baño de
realidad, de atender el reclamo de la ciudadanía no frenteamplista (que, dicho
sea de paso, fluctúa elección tras elección entre un partido y otro de acuerdo
a la “oferta” que considera más competitiva frente a la de la izquierda), de
ponernos a pensar con cabeza abierta cómo solucionar los muchos problemas que
esperan respuesta desde hace años y de la imperiosa necesidad de construir
-entre todos- una propuesta superadora del aquelarre reinante.
Desde luego, todo esto requiere
observar el escenario político con grandeza y actuar en consecuencia, con
altura de miras, dejando de lado mezquindades, egos e intereses personales. Algo
difícil, pero no imposible.
Hoy, afortunadamente, los vientos
parecen ser otros. Se ha extendido la idea de que Montevideo requiere un
cambio, y que la única forma de lograrlo es sumando fuerzas. Y que,
eventualmente, este bien podría ser el camino que blancos y colorados transitemos
en otros departamentos.
En ese sentido, el senador nacionalista
Jorge Larrañaga aceptó días atrás negociar un acuerdo de esta naturaleza, pero
sólo en la Capital. Un paso valiente, sin dudas, para quien hasta ayer pensaba
de manera muy distinta. Su cambio de opinión es más que lógico: Montevideo no
sólo es la joya de la corona frenteamplista (su principal “granero” de votos)
sino también un símbolo de la ineficiencia, de la carencia de ideas y del
escandaloso despilfarro de recursos del que hace gala esa fuerza política en el
poder.
Ahora bien, al igual que sus
correligionarios herreristas y a prácticamente todo el Partido Colorado, el
senador Larrañaga entendió que el millón largo de uruguayos que vive en nuestra
Capital no puede ser rehén de semejante desgobierno, y que blancos y colorados
tenemos el deber histórico de ofrecerle una alternativa a las heladeras u otros
electrodomésticos que el oficialismo quiera imponerle.
Por tanto, conquistar esa fortaleza
equivale a la Toma de la Bastilla. A la caída de un régimen. Y -¿por qué no?-
al nacimiento de otro.
Se trata, pues, de un paso positivo y
oportuno en ese proceso de acumulación de fuerzas del que hablo, y que, si me
permiten agregar, no debería agotarse en la disputa electoral por la capital, o
de algún otro departamento del país, sino que debería contemplar la posibilidad
de realizar acuerdos programáticos de cara a una eventual segunda vuelta
presidencial, e incluir dos planos tristemente olivados, que, si me disculpan,
considero más importantes que cualquier sillón municipal o presidencial: la
Educación y la Cultura. Copadas, desde hace mucho, por quienes sí leyeron a
Gramsci. O, lo que es lo mismo: entienden que esas son sus trincheras
políticas.
Ambos “Partidos Fundacionales”, al
decir de don Walter Santoro, aún con sus diferencias y sus muchos matices,
comparten hoy una visión de país. Un modo de ver el mundo y de entender al
hombre. Un conjunto de valores y principios comunes que se remontan al
nacimiento de nuestra Patria. Del otro lado de la vereda, la izquierda radical,
verdadera dueña de la pelota y rectora ideológica de la coalición multicolor,
busca concretar un modelo de país muy distinto al nuestro, contrario a nuestras
tradiciones y, para colmo, probadamente fracasado. Para ello, a veces
sutilmente, otras tantas groseramente, usando a la centro-izquierda como
escudo, busca acotar nuestras libertades, presionar nuestras instituciones,
dejar que los sindicatos impongan su voluntad (que no siempre responde a los
intereses de los trabajadores), tergiversar el sentido de las normas,
desconocer los pronunciamientos populares que no coinciden con su estrategia,
flechar la cancha, tejer alianzas regionales que erosionan nuestra
independencia, violentar la laicidad, atenazar conciencias, dominar los medios
de comunicación y establecer el canon de qué es correcto y qué no. Y todo esto
gracias a que controla los tres resortes del poder: el Estado, la Cultura y la
Educación. Y a que nosotros, lentos de reflejos, enfermos de ombliguismo, permanecemos
cruzados de brazos.
Es triste constatar que hay quienes
perciben que nada de eso representa un peligro real para nuestra sociedad. Que
la historia justifica que sigamos viéndonos de reojo, que la Guerra Grande o
las revoluciones de principios del siglo pasado sirven de excusa para que le
demos la espalda al futuro. Que debemos seguir tirándonos con cadáveres
centenarios y reprochándonos cuentas pendientes. Que el pasado, en definitiva,
es más importante que el futuro.
La propia historia, que, a menudo es
usada como cuña para dividir y enfrentar, está sembrada de ejemplos de
grandeza, en los que blancos y colorados, colorados y blancos, supimos estar a
la altura de las circunstancias. Y luchar juntos. En Quebracho y Paso Morlán,
por ejemplo. ¿Alguien se imagina al viejo Batlle rehusando dar pelea contra
Santos porque debía hacerlo junto a un puñado de blancos principistas? ¿O a
Tomás Berreta y a Luis Batlle cruzarse de brazos frente a Terra y su “régimen marzista”,
para no compartir armas con Carlos Quijano y Mariano Saravia? ¡Claro que no!
Es tiempo de dar batalla. En las urnas
y en la cabeza de la gente. Para eso, es preciso ofrecer una alternativa y
atizar la idea de que no todo está perdido. Que otro Uruguay es posible, y que
la república liberal que supimos construir merece ser defendida entre todos.
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