Cuentan
que el rey Jorge VI de Inglaterra, poco antes de morir, le dio un consejo de
oro a su hija Isabel: “Ahora que vas a ocupar el trono, todo lo que digas será
escrito en piedra”. El mensaje era claro: ten cuidado con lo que digas, porque
tarde o temprano te lo recordarán o, peor aún, podrán usarlo en tu contra o de
la Corona.
Pese a los muchos infortunios que le
tocó sortear a lo largo de sus sesenta años de reinado, Isabel II se mantuvo
fiel a esas palabras. Discreta. Siempre medida. Cuidadosa de las formas a las
que son tan afectos los ingleses, no se le imputa ni un solo exabrupto. Ni una
sola salida de tono. Un verdadero prodigio en tiempos de mandatarios
lenguaraces y monarcas deschavetados. Por eso, cuando la Corona vivió horas difíciles,
y la sociedad británica pareció dispuesta a dar vuelta la página de la
monarquía, fue su prestigio personal y su profesionalismo, pero sobre todo su
mesura lo que le permitió remontar esa difícil coyuntura y ponerla a salvo.
En ese punto, algunos de nuestros
gobernantes deberían aprender de esta ejemplar señora, y regirse por el mismo
principio. Es decir, no hablar más de lo estrictamente necesario y pensar dos,
tres, cinco, diez veces en el peso que tienen sus palabras, así como en las
posibles consecuencias de las mismas. En suma, tener en cuenta que sus
comentarios influyen, guían, y, ya sea para bien o para mal, educan. Por tanto,
están obligados a ser prudentes, juiciosos, responsables. Dicho de otro modo:
no tienen derecho al macaneo.
Cuando un gobernante actúa de manera
precipitada, y habla más de la cuenta o emite juicios reñidos con su
responsabilidad -que es, básicamente, la de cumplir y hacer cumplir las
normas-, no sólo atenta contra su investidura sino que además sienta un mal
ejemplo (maleduca).
Pongamos un caso: si un mandatario X
(todo parecido con la realidad es mera coincidencia), cuyo poder es limitado y
necesariamente transitorio (de eso se trata el sistema republicano), señala que
“lo político” está por encima de “lo jurídico” y proclama muy suelto de cuerpo
que puede haber más de una “biblioteca” (léase: interpretación) sobre las
condiciones que debe cumplir un ciudadano legal (extranjero) para desempeñarse
como ministro de Estado, está transmitiendo un mensaje, por lo menos, peligroso.
Algo así como: "acá mando yo y se hace lo que a mí se me antoja",
¿verdad?
Si un país admite por “consejo” de sus
gobernantes que los conflictos no se resuelvan en el marco de la justicia sino
en una mesa de boliche o a la sombra de un árbol en alguna recóndito
establecimiento rural, que sus leyes se apliquen o no conforme a criterios
subjetivos (relativos, parciales, interesados) y se interprete la letra de su
carta magna conforme a la interpretación que más le guste al cacique o
corporación de turno, se desliza decididamente por un peligroso tobogán que
sólo puede conducir a la dictadura o la anarquía.
Nunca “lo político” puede estar por
encima de “lo jurídico”, así como no puede haber espacio para diferentes
“bibliotecas” en lo que concierne a las libertades y derechos de las personas,
a las normas que rigen nuestra convivencia en sociedad o a las obligaciones que
deben cumplir los ciudadanos para ejercer la función pública. ¡Nunca!
Recordemos que las palabras de los que
mandan quedan escritas en piedra, y que eventualmente pueden convertirse en
verdaderas pedradas para sí mismos, pero sobre todo para el Estado de Derecho y
el sistema democrático.
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