Si yo estuviera en
la sala del Codicen, preguntaría si en la escuela y en los liceos del Uruguay,
los alumnos saben quién es el señor Charles Louis Secondat. No estaría nada mal
que hubiera una bolilla llamada Secondat.
Las intrincadas cuestiones constitucionales son su
especialidad; antes de intentar una reforma de la Carta, yo trataría de
entenderme con él. Hizo una revolución mundial sin derramamiento de sangre, con
el mero esfuerzo de escribir un párrafo de 130 palabras.
En la medida que la Suprema Corte mantiene la letra
y el espíritu de la Constitución, más necesario se hace un monumento al autor
del milagro laico (que todas las personas puedan vivir amparadas por las leyes;
a salvo de las ocurrencias de un mandamás.) Ese héroe de la libertad fue
expulsado de la Argentina y por eso el gran país hermano sigue gravemente
enfermo. Aquí, sin llegar a tanto, manda un Plenario antidemocrático que
inventó la anulación de las leyes; y soportamos legisladores que le faltan el respeto
a la Suprema Corte de Justicia, no creen en ella. La dignidad del Poder
Judicial nos diferencia del peronismo, del chavismo y de los éxitos electorales
del presidente ecuatoriano; son los populistas, atacantes de las instituciones
básicas de la democracia. Como está dicho, la democracia es el peor de todos
los sistemas; si no fuera que es el único que salva de la tiranía a sus
ciudadanos.
Todo cuanto refiere a Secondat tiene que ver con la
conciencia, con la moral, con el ser de la sociedad. Yo abrigo la idea de
objetivizar los principios soberanos que están en estado inmaterial,
sobrevolando entre nosotros, mezclados entre tantos personajes que fingen ser
tolerantes, legalistas y buenos muchachos, pero circulan escondiendo propósitos
un tanto peligrosos, desbocados. Mi idea es escultórica. Poner los abstractos
al alcance de la mano, que se vean como advertencias. Cuidado con la pintura,
esquina peligrosa, cruce despacio, no se olvide de la dictadura, recuerde
cuanta simpatía despertaron los comunicados 4 y 7, etc. Quítele la caretita a
los demócratas aparentes.
Lo que está sucediendo con nuestra Suprema Corte
tiene que ver con un caso clásico, vivido en la Italia fascista. Alemania y
Rusia, que también eran países totalitarios, inventaron una norma canalla, que
dio en llamarse principio de analogía.
Estaba penado todo lo previsto en cada artículo del
código; y además, con esa cláusula, todo lo imprevisto que pudiera incomodar al
mandón. Aprobaron un "tipo" gigante: Será penado todo acto "que
atente contra la sana conciencia del pueblo" (en Alemania); y "todo
acto contrario al espíritu revolucionario" (en la Unión Soviética).
Ninguna de esas frases describía una conducta.
Por supuesto, la idea de la aplanadora penal, llegó
a Italia con pretensiones de instalarse, pero los tratadistas con más años, los
más reciamente fascistas y carcamanes, bloquearon la ocurrencia de incrustar en
su derecho semejante infamia. A la formación milenaria de aquellos jueces, le
repugnaba condenar en virtud de las furias colectivas; y no, por la
coincidencia de lo hecho, con lo previsto como punible. Atentar contra "la
sana conciencia del pueblo" (en Alemania); o atentar contra "el
espíritu revolucionario" (en la Unión Soviética) les pareció una atrocidad
parecida al linchamiento; y lo fue; un fruto de las bajas pasiones; lo
contrario de la majestuosa frialdad, con la cual fallan los grandes tribunales.
Por el camino del alboroto o las asonadas, se pudo
penar de manera retroactiva, a quienes actuaron sin violar ninguna ley vigente,
se los hizo responsables a posteriori, por delitos creados con normas nuevas; y
se pudo dar por probado, según lo que el procesado "debió saber", sin
prueba de que lo supiera. Formas vengativas de juzgar. Tanto barullo le pareció
a los juristas italianos partidarios de Mussolini, indigno de lo que es
"la Justicia". El desprecio por la persona humana marca lo que fue la
Unión Soviética de Stalin y la Alemania nazi de Hitler. Y también marca excesos
locales. Vimos (vemos) suceder hechos que los fascistas no hubieran aceptado,
por abusivos. Hay condenas a la uruguaya, que condenan a sus firmantes.
Que la barra brava haya invadido la sede de la
Suprema Corte y haya insultado a sus miembros, es un hecho y es un síntoma. Que
la Presidenta del Frente Amplio, Mónica Xavier diga: "La SCJ mediante sus
fallos protege los grandes capitales perjudicando al país" es un dicho y
es un síntoma. ¿Hacia dónde vamos?
Acatar o no acatar la Constitución, esa es la
cuestión.
No recuerdo a Secondat porque sí. Lo recuerdo y lo
estimo en su glorioso pasaje por la vida, porque dejó una llama que no cesa; un
estandarte para la libertad del Hombre.
Junto con la amenaza de un partido gobernante,
partido entre demócratas y antidemócratas, percibo en la sociedad uruguaya una
tradición republicana, una fuerza cultural mayoritaria, que hace imposible en
definitiva, traicionar los principios inherentes al sistema democrático; y al
mismo tiempo hace posible la respuesta asombrosa frente a la acción mortal del
tabaquismo, que coloca al Uruguay entre los dos países más inteligentes del
mundo. Es la misma sabiduría que en definitiva, permite apartar sin violencia
ni sanción, fiscales o jueces de lo penal, avasallantes, buenas personas, pero
sin la ponderación y la ecuanimidad imprescindibles, para el fiel cumplimiento
de su preciosa tarea.
Me acuerdo con fruición de la frase paquiana de
Mujica: "¿Qué hacemos con esos viejos en la cárcel? Yo prefiero que mis
verdugos no estén presos". Es una actitud que le hubiera gustado a
Espínola; viene de lejos en el tiempo: matamos y morimos durante un siglo, pero
cada vez que se hizo la paz, la cumplíamos para bien de todos y para honrar el
descanso de nuestros muertos venerables; muertos por defender, cada uno a su
modo, un ideal desinteresado.
Lo más difícil de conciliar con la tradición
republicana es el retroceso que simplifica para mal. ¡Ay! Hay gente, no mucha,
que se abalanza sobre el futuro haciendo caso omiso de ciertos intocables.Es un
modo de la ceguera. Y de esa oscuridad mental resulta que la Suprema Corte de
Justicia sea atropellada, insultada, humillada por un puñado fuera de sí. Ese
no es el Uruguay donde de algún modo perdura un instinto de origen, que no
tienen ni los porteños, ni los groseros merzunes de ambas orillas. Aquí perdura
un lustrecito republicano, un "ser gente"; una dignidad consigo
mismo, que impide integrar una patota. ¿Qué decir de esos veteranos en sus
sitiales de la Corte, que por pura honradez intelectual, meten los dedos en los
enchufes, y se hacen de enemigos que claman arrebatados?
La Corte sentencia a fondo por puro amor a su
vocación: por cumplir la materia de su trabajo ¡con la conciencia tranquila! No
los van a asustar, ni a distraer, ni siquiera vamos a verlos amargados.
¿De dónde mana ese coraje que se hace ejemplo
emocionante? Nunca se sabe de donde proviene la calidad humana. Sería bueno
crear un punto titulado: "Cuidado con el señor Charles Louis Secondat, más
conocido como Montesquieu." Un bronce situado en el medio de la entrada a
la Suprema Corte de Justicia; un sillón donde se lo vea cómodo; y a sus pies,
una placa que diga: "Despacito por aquí: en esta puerta vela
Montesquieu."
En la separación de poderes está su libertad,
lector; y la mía; y la de ellos; aunque ellos menosprecien la libertad.
(*) Escritor. Periodista. Historiador.
Fuente: El País
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