El senador Pedro Bordaberry presentó hace
pocos días un proyecto de ley que merece ser estudiado con cabeza abierta y
espíritu práctico. Se trata de una propuesta innovadora, bien fundamentada, que
apunta a potenciar y multiplicar experiencias exitosas como las de los liceos
Jubilar e Impulso; y, con ello, mejorar la oferta educativa que reciben los
jóvenes que viven en las zonas más carenciadas de nuestro país.
La
propuesta del líder de Vamos Uruguay consiste en "asignar recursos
públicos a beneficiarios de la tarjeta Uruguay Social del MIDES a fin de solventar
gastos de educación y alimentación de alumnos que asisten a centros educativos
públicos de gestión privada", precisamente, en aquellas zonas de contexto más
desfavorable.
Según
el artículo 8 del proyecto, se asignaría a cada establecimiento educativo de
ese tipo una prestación económica de $5.000 mensuales por cada alumno
beneficiario de la propuesta. El Poder Ejecutivo sería, en caso de aprobarse el
proyecto, el encargado de establecer los criterios de selección para acceder al
financiamiento, las condiciones para mantener el beneficio, las causales de
pérdida del beneficio y el registro de los centros educativos públicos de
gestión privada.
Según
aclaró el senador colorado al diario El País: “los que van a los liceos Impulso
y Jubilar, algunos pagan con dinero o con trabajo una cuota o les exigen a los
padres que den una mano en algo. Si en la tarjeta del MIDES uno les acredita
dinero que sólo pueden gastar en (la) educación de sus hijos, por ejemplo en
este tipo de liceos, le damos una financiación para educar y trabajar con las
familias”.
La propuesta
es clara, tanto como la realidad que golpea nuestros ojos, pero no todos quieren
ver. Los datos que aporta Bordaberry en su exposición de motivos son
contundentes, y van en sintonía con los que el sociólogo Fernando Filgueira, un
intelectual cercano al ex presidente Tabaré Vázquez, aportó hace algún tiempo
en el marco de una actividad académica: entre los jóvenes de menores ingresos, sólo
el 37,5% culminó la Educación Media Básica (Primero, Segundo y Tercer año de
Ciclo Básico), y apenas el 8% terminó la Educación Media Superior
(Bachillerato). Paralelamente, entre los jóvenes de mayores ingresos, la
situación es radicalmente distinta: 94,9% terminó Ciclo Básico, y 70,5% culminó
Bachillerato.
¿Se
dan cuenta? Así, sin hacer nada, dejando que las cosas transcurran como hasta
ahora, enredándonos en discusiones sin sentido y en falsas dicotomías entre lo público
y lo privado, estamos condenando a miles de jóvenes al desamparo y a la marginalidad.
¿Cuándo entenderemos que la ignorancia es la madre de todos los males, y que es
en el campo de la enseñanza que debemos librar la madre de todas las batallas?
¿Cuándo entenderemos que si realmente queremos resolver algunos de los muchos
problemas que afectan a nuestra sociedad debemos hacerlo armados de un altísimo
grado de sentido social y pragmatismo?
La
realidad, esa a la que hago referencia y que supuestamente nos duele a todos, no
se cambia garabateando estadísticas, discursos sensibleros o parches
curriculares sino con más y mejores centros educativos, es decir, con más y
mejores oportunidades para los que menos tienen. Si es el Estado el que las
brinda o un privado, es lo de menos. Lo que importa es que esos adolescentes puedan
completar su Educación Secundaria, que estén bien alimentados, que estén
contenidos emocionalmente, y, sobre todo, que adquieran conocimientos, habilidades
y valores que les permitan integrarse a la comunidad y desarrollarse como seres
humanos.
Por
otra parte, un Estado pobre como el nuestro, debe orientar sus escasos recursos
con inteligencia y sentido de la responsabilidad. El orden de prioridades de un
gobierno es el que define, en los hechos, su impronta ideológica. ¿Privilegiar
obras faraónicas o financiar actividades inviables en función de compromisos
políticos o intereses oblicuos es más o menos progresista que apostar de manera
clara y concreta como plantea Bordaberry a los que menos tienen?
Digamos
también que de aprobarse su proyecto, éste tendría al menos tres efectos adicionales
que entiendo sumamente positivos.
En
primer lugar, que sean los padres de esos chicos los que elijan qué centro
educativo quieren para ellos, no es un detalle menor. Es, para decirlo en
términos actuales, empoderarlos,
hacerlos partícipes de un proceso del que no son ni pueden
ser ajenos. Pues son ellos los que deben estimular, controlar y exigir que sus
hijos asistan a clase, estudien y cumplan con sus obligaciones, y que el centro,
por su lado, no se aparte de sus objetivos educativos.
En
segundo lugar, la eventual proliferación de centros educativos de gestión
privada, permitirá, como consecuencia indirecta, que las aulas de los centros
educativos de gestión estatal en esas zonas del país se descongestionen, permitiéndole
a los docentes que trabajan en ellos dedicarle más tiempo y atención a cada uno
de sus alumnos. Sólo con grupos reducidos se puede trabajar de manera
personalizada, atendiendo la diversidad (ningún chico es igual que otro, ningún
chico aprende igual que otro) y desplegando las estrategias de
enseñanza-aprendizaje que cada caso requiera. Quiero subrayar que este punto es
fundamental. Quien no trabaja en la docencia difícilmente pueda entenderlo si no
es con números: un grupo de 30 alumnos por salón, en clases individuales de 45
minutos y módulos de 90, en aquellas asignaturas cuya carga horaria es reducida
(por ejemplo: Historia de Tercer Año de Ciclo Básico, tres horas semanales) conlleva que el docente, en el
mejor de los casos, pueda dedicarle a cada uno de ellos 4,5 minutos por semana,
18 minutos por mes y 144 minutos por año. Conclusión: a medida que el número de
alumnos aumenta, las posibilidades de aprendizaje disminuyen.
En
tercer lugar, la competencia, a diferencia de lo que plantean algunas cabezas
oxidadas, es sana y necesaria. La multiplicación y diversificación de la oferta
educativa en las zonas más carenciadas del país habilitará el intercambio de prácticas
pedagógicas, metodologías de trabajo y modelos de gestión entre los centros
educativos de estatales y privados. Permitiéndoles,
asimismo, contrastar experiencias, identificar fortalezas y debilidades de unos
y otros, y, por qué no, hasta coordinar esfuerzos.
Ante
este planteo, el presidente José Mujica subrayó con su prosa habitual que “se
está trabajando con gente, no con tornillos”. Y que “es muy fácil hablar así (no
señaló cómo) cuando no se conoce en carne propia ni el tajo que produce la miseria
y la miseria que se alarga a lo largo de los años”.
Es difícil
desentrañar qué quiso decir realmente el presidente, lo que sí está claro es
que no analizó la idea y que la juzga en función de quién la planteó, y no de
su contenido. Es triste constatar, una vez más, que su obtusa forma de ver las
cosas le impide reconocer una buena idea aun teniéndola frente a sus ojos.
¡Ojalá
que el Parlamento y los sindicatos, pero sobre todo la ciudadanía, vean más
lejos que el señor Mujica y entiendan que esta propuesta es buena y oportuna
para que el “tajo que produce la miseria”, como dice él, se corte de una buena
vez!
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